SANTA MARÍA DE LOS BUENOS AIRES

     Don Pedro de Mendoza, el primero en levantar una fortificación a orillas del Río de la Plata, también era devoto de la Virgen, protectora de los navegantes; a Ella se encomendaba antes de sus viajes, y a esa devoción tierna debemos el nombre de nuestra ciudad capital: Santa María del Buen Aire, devenido luego en Buenos Aires.

     La advocación de Santa María del Buen Aire es de origen mercedario. José Brunet, en un artículo aparecido en el número 23 de la revista Mikael  nos relata sus orígenes:

     “Conocemos el origen de esta advocación de la que un historiador, Fray Felipe Guimerán, escribió en 1591: ‘Partió de un puerto de España para Italia, una nave cargada de mercancías y durante el viaje sobrevino una furiosa tempestad. Hubo que arrojar al mar cantidad de bultos y entre ellos, una caja grande de madera que no se sumergió, sino que colocándose delante de la nave parecía que tiraba de ella y la guiaba. Al llegar frente a la isla de Cerdeña, la caja, seguida de la nave, torció hacia la playa de Cagliari, donde se detuvo (...). A la novedad acudió la gente y queriendo transportarla, no fue posible moverla. De improviso, se oyó la voz de un niño que dijo que llamasen a los padres de la Merced, que tienen un convento en la colina, a pocos metros de distancia. Ellos la llevaron fácilmente y, al abrirla en casa, encontraron una hermosa imagen de la Santísima Virgen, tallada en madera, con el Niño Jesús en un brazo y un cirio encendido en la otra mano’. (...)

     Aquella caja misteriosa se conserva aún en el santuario de Cagliari y cuatro grandes relieves esculpidos en el siglo XVII dan cuenta de aquel memorable acontecimiento. Más aún, una información de testigos hecha por el arzobispo de Cagliari en 1592 avala documentalmente la veracidad del suceso y portento (...).

     De cómo esta devoción y advocación pasó a España, se comprueba al saber que la isla de Cerdeña y su capital Cagliari pertenecieron desde fines del siglo XII a la corona de Aragón (...).

     Precisamente en una de sus colinas, denominada de Bonaria, se levantaba la iglesia que el infante don Alfonso había dedicado a la Virgen y que entregó en 1335 a los mercedarios. (...) La imagen recibió el nombre de aquella colina de Bonaria, muy a propósito para designar los buenos vientos o aires necesarios para una feliz navegación.

     (...) Cuando a comienzos del siglo XV, a pocos años del suceso, el consejero y capellán especial del rey Martín de Aragón, Fr. Jaime Thaust, en su condición de Maestro General de la Orden de la Merced visitó dicho santuario convirtióse en uno de sus más fervientes propagandistas. Nos dicen los historiadores de la Orden que embelleció a sus expensas el altar de la Virgen, mandó sacar copias de la imagen, de las que llevó a España para su oratorio privado, y ordenó en toda la Orden el rezo de preces y oraciones especiales por él compuestas en honor de la Virgen de Bonaria (...).

     Dado el carácter profundamente católico y filialmente mariano del pueblo español, más el mercedarismo aragonés, fácil es convenir en que aquellos marinos y navegantes llevaron consigo la devoción a la patrona de los que desde entonces se acogieron a su patronazgo (...).

     A Ella acudían los navegantes para internarse a la mar, como lo comprueba el suceso de la navecilla de marfil, del que el mismo historiador Guimerán nos dice cuanto sigue:

     ‘Sucedió años después que yendo una señora en peregrinación a Jerusalén, pasó a visitar este santuario, y prendada de la Virgen le dejó en recuerdo una navecilla de marfil que llevaba, con ánimo de regalarla en el Santo Sepulcro. Colgada del techo ante la imagen, tiene la navecilla siempre vuelta la proa al viento que corre en alta mar..., de donde cuantos marineros han de partir del puerto, van primero a certificarse, por la navecilla, del viento que tienen en alta mar, y conforme a él ordenan sus partidas a su tiempo’.

     La ciudad de Sevilla se distinguió sobremanera en rendir culto público a la Virgen del Buen Aire, como lo prueban la antigua Corporación de mareantes de Triana y su cofradía. La expedición de Pedro de Mendoza no pudo de ninguna manera ignorar este antecedente, más aún cuando en la misma tomaron parte, entre otros clérigos y religiosos, dos mercedarios de dicha ciudad, Fr. Juan de Salazar y Fr. Juan de Almasi, pertenecientes ambos a aquella Orden que, en la isla de Cerdeña, era y es la guardiana y custodia de la célebre imagen, cuyo culto y devoción extendiera también por España. El padre Salazar tuvo gran ascendiente sobre Mendoza y otros jefes de la expedición (...).

     Ulrico Schmidl  (cronista de aquel viaje) sólo nos dice: ‘Allí hemos levantado un asiento, éste se ha llamado Buenos Aires: esto, dicho en alemán, es: buen viento’. Su comentarista acota en nota respectiva: ‘Se nota que el autor se compenetró bien del idioma castellano, pues aquí da a entender el verdadero sentido de la voz ‘aire’ como de ‘viento’, y tan luego el ‘buen viento’ con que les favoreció la virgen del Buen Aire (...)’.

     Desde fines del siglo pasado (XIX) cuenta nuestra capital con un monumento público verdaderamente digno que nos recuerda aquel origen y trayectoria de Santa María del Buen Aire. Se trata de la actual basílica homónima, cuyos comienzos fueron bien humildes, y cuyos protagonistas son los sucesores de los mercedarios de Cagliari y de Sevilla, de aquellos frailes y misioneros que junto a la Cruz y el evangelio traían consigo la imagen de la Madre de Dios en sus advocaciones del Buen Aire y de la Merced (...).

     Cuando después de setenta años de forzosa ausencia, los mercedarios se establecen en Buenos Aires en 1893, lo hacen en el barrio de Caballito donde instalan un pequeño oratorio y una pequeñita escuelita cuyos primeros alumnos fueron seis niños. A fines de dicho año debió viajar a Roma el entonces provincial y fundador de dicha casa, Fr. José León Torres (fundador en 1887 de los Mercedarios del Niño Jesús y cuyo proceso de beatificación se tramita en Roma), y allí conoció y trató al gran historiador y propagandista del culto a la Virgen de Bonaria, el P. Fr. Francisco Sullis. Al enterarse éste de la nueva fundación, insistió ante el padre Torres para que se erigiese un templo y santuario a la Virgen de Bonaria.

     A su regreso, así lo hizo el P. Torres, ordenando que la nueva capilla provisoria inaugurada den 1894 fuese dedicada a Ntra. Sra. de Buenos Aires, mientras el colegio llevaba el nombre de San Pedro Nolasco, y en 1895 se expuso a la veneración pública, por primera vez, su imagen (que aún se conserva), pintada al óleo por la señorita Manuela Márquez, teniendo como modelo una estampa que el padre Torres trajo de Roma.

     A comienzos de 1901 llegó desde su Mendoza natal un joven enfermo pero lleno de fe, quien habría de ser el verdadero propulsor y alma mater del hermoso templo que hoy apreciamos en todo su esplendor. Fue el P. Fr. José H. Márquez quien, desahuciado de los médicos, encontró el remedio a sus males al conocer la advocación de Ntra. Sra. de Buenos Aires, de la que se constituyó en su sacristán, según sus palabras, y a quien suplicó la salud a cambio de la cual él levantaría un gran santuario (...).

     A sus trabajos y desvelos, que muchas veces pusieron en peligro su frágil y delicada naturaleza, débese la colocación de la piedra fundamental en 1911, su inauguración el 3 de diciembre de 1932, su elevación al rango de Basílica en 1936 y su erección como parroquia (...) cuyo párroco fue ininterrumpidamente hasta su muerte acaecida el 1° de agosto de 1962.”[1]


(En la imagen: Cuadro de Alejo Fernández, perteneció a la Casa de Contratación en Sevilla. Figuran bajo el manto de la Virgen, a la derecha de quien mira la imagen, de afuera para adentro: el rey Fernando el Católico, Sancho Ortiz de Matienzo -jefe de la Casa de Contratación- y el Obispo Juan de Fonseca. A la izquierda, de adentro para afuera: Cristóbal Colón o su hijo Hernando, y dos de los restantes, acaso Américo Vespucio y Juan de la Cosa. En el fondo del manto, a ambos lados, indios e indias de América.

 

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[1] Brunet, José. “Santa María del Buen Aire”, en Mikael N° 23, Segundo cuatrimestre de 1980, pp. 35-40


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