Nació en Vitoria el 4 de mayo de 1875 y fue asesinado
el 29 de octubre de 1936 en Aravaca, de madrugada, tras una saca de la cárcel madrileña
de las Ventas, donde la República le mantenía detenido desde el 30 de julio de
1936.
Fue hijo de padre vasco y madre inglesa, tal vez esto explique su simpatía por las instituciones británicas. En Inglaterra vivió 15 años y estuvo casado con una inglesa.
Hizo sus primeras armas periodísticas en Bilbao, a los 18 años. Posteriormente en Madrid y el extranjero. Fruto de su formación en la cultura político-económica sajona fue su obra en inglés "Authority, Liberty and Function in the Light of the War" (1916), que luego (1918) se convertiría en "La crisis del Humanismo"
Perteneció a la “generación del 98”, la cual se preocupó por buscar remedio a la decadencia española nacida a raíz del desastre colonial de finales del siglo XIX. Sin embargo, al igual que otros autores de aquel grupo, y por un largo y complejo proceso que tiene mucho de conversión espiritual, acabó repudiando a su generación -antitradicional y europeizante-, rectificó sus posiciones y afirmó rotundamente los que él definió como valores eternos de la raza.
El gobierno del general Primo de Rivera le nombró en 1928 embajador de España en Argentina. Allí tuvo ocasión de tratar con Zacarías de Vizcarra, quien en 1926 había introducido la idea de la “Hispanidad”, de la que Maeztu se convirtió en apóstol.
En enero de 1931 propuso llamar “Hispanidad” a la revista que planeaba junto con Eugenio Vegas Latapie y el Marqués de Quintanar, en los días previos a la proclamación de la República. Aunque esa revista se acabó llamando Acción Española, se abrió con su artículo “La Hispanidad” (15 diciembre 1931), primero de los que allí fue publicando a lo largo de 1932 y 1933, recopilados luego en su famoso libro “Defensa de la Hispanidad” (1934). Maeztu escribió también la presentación de la revista, que se publicó sin firma, y mereció el Premio Luca de Tena otorgado por el diario monárquico ABC. Desde el número 28 de Acción Española figuró Ramiro de Maeztu formalmente como su director, y lo fue hasta el último número, el de junio de 1936.
El doce de octubre de 1934 la Hispanidad iba a contar con una Apología de lujo por el Arzobispo de Toledo y Primado de España, Isidro Gomá, en la celebración oficial argentina del Día de la Raza ante las autoridades reunidas en el Teatro Colón de Buenos Aires. Esto provoca una enorme alegría en Maeztu que, al enterarse por la radio en Madrid del reconocimiento recibido al otro lado del Atlántico, corrió emocionado a contarle la buena nueva a Eugenio Vegas Latapie, más preocupado por los sucesos del momento: ese mismo día 13 de octubre de 1934: las revueltas asturianas que querían consolidar a toda prisa su Revolución bolchevique o anarquista.
“Para descubrir a España en toda su
profundidad espiritual, Maeztu debió sufrir antes, una verdadera conversión a
la Iglesia Católica.
Reconoce no haber sido nunca extraño al
espíritu cristiano (…)
‘No creo que pueda llamarme converso –escribió- porque nunca se rompieron del todo los lazos que me unían a la Iglesia.”[1]
Ramiro estuvo muy influenciado por la figura y la doctrina del Padre Arintero[2]. La doctrina de éste sobre la universalidad de la llamada a la vida Mística por la acción de la Gracia en las almas, tal vez haya influido en el descubrimiento que hizo Ramiro acerca del espíritu universalista que movió a la empresa hispana. En efecto, la acción evangelizadora de la España de los siglos XVI y XVII se fundamentó en la fe en que todos los hombres están llamados a la salvación, y que por lo tanto todos pueden responder libremente a este llamado. De este modo, Ramiro le daba vuelta al lema revolucionario de “Libertad, Igualdad y Fraternidad”, demostrando cómo fue entendido en clave ortodoxa por los grandes de la Hispanidad: “Todos los hombres son libres de responder al llamado de Dios, lejos de todo predestinacionismo protestante. Volveremos sobre el tema en el desarrollo del tema.
En 1936, desatada la guerra, selló con su sangre su fe en la Hispanidad:
“¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo
si sé por qué muero: porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!, se
cuenta dijo Maeztu momentos antes de ser fusilado, dirigiéndose a quienes se
disponían a matarle. Ramiro de Maeztu no murió increpando a sus asesinos ni
lamentándose de su mala suerte, sino ofrendando su sangre para que fecundara la
tierra española y para obtener del Señor que bendijera y llevase al recto
camino a los hijos de sus verdugos.
Preso arbitrariamente al iniciarse el
Alzamiento Nacional en julio de 1936, Maeztu fue sacado de la cárcel de las Ventas
en la madrugada del 29 de octubre, y, en el momento de salir, se postró a los
pies de un sacerdote, también cautivo, y le dijo: ‘Padre, absuélvame’,
recibiendo viril y piadosamente esa absolución que recuerda la de los antiguos
cruzados antes de entrar en combate o, más propiamente, la de los mártires
antes de salir a la arena del
circo a
ser destrozados por las fieras.
‘Amad a vuestros enemigos. Haced bien a los
que os aborrecen y maldicen’, decretó, con caracteres de orden imprescriptible
y eterna, quien ofrendó su vida por la salvación de todos los hombres, sin
exceptuar a los que le daban muerte inhumana. Y Maeztu, empapado de espíritu
cristiano, supo ser discípulo del Maestro divino y morir sin rencores y sin
odios, bendiciendo a los hijos de sus matadores.
Maeztu murió amando y no odiando. Su muerte es la más bella página que jamás escribió en su vida. Con contarse éstas por millares, es aquella cuya meditación mayor bien puede hacernos.”[3]
Analicemos brevemente su principal obra de apología hispanista: La defensa de la Hispanidad. “España es una encina medio sofocada por la hiedra. La hiedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol…La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, han de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser sino de nuestro no ser”[4]. Tras el desastre de 1898, y casi dos siglos de “autoflagelación”, muchos intelectuales españoles se preguntaban por qué España era “inferior” a otros pueblos. Maeztu va a descubrir que la tradición de los siglos XVI y XVII, abandonada y despreciada a partir de 1750, fue lo que hizo grande a la Hispanidad. Y que el nudo de aquella civilización era la fe en una misión: la de salvar al género humano. “La verdad, la más incuestionable verdad, la verdad elemental y enorme de lo que significa la hispanidad, ¿quién lo ha dicho?(…) No lo dijo el propio Menéndez Pelayo, restaurador de la dignidad española. Lo que vio Menéndez Pelayo, y no era poco, es que España había sido uno de los grandes pueblos de la cultura de Occidente, y trató que sus compatriotas lo supieran. Que España había sido el Cristo de los pueblos, eso no llegó a verlo el genio montañés. (…) Pero los poetas de España, vaticina Maeztu, verán un día que su patria, siguiendo en el fondo, con todos sus defectos y limitaciones, el ejemplo de Cristo, no se quiso salvar a sí misma porque tenía que hacer algo que no podían o no querían los demás pueblos: dar los primeros pasos para que la unidad del mundo fuera un hecho, donde todas las razas humanas pudieran vivir en armonía, llevando a Cristo a los continentes que no lo conocían.”[5]
“Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que ellos son buenos por estarles vinculada la bondad en alguna forma de la divina gracia y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición aristocrática y particularista. Hay también la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni males porque no existe moral absoluta y lo bueno para el burgués es lo malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora. Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y que no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Esta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres de Asia, de África y de América.”[6]
“Creer en el bien y realizarlo”, o sea que todos los hombres están llamados a esa fe, y que todos los hombres pueden realizarlo. Con esto, nos está diciendo Maeztu que esa idea de la “igualdad” y de la “libertad” que proclamó la masónica Revolución Francesa –claro que entendiéndolas en forma desquiciada-[7], España la vivió en su fundamento verdadero. “Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse”[8].
Queda claro que Maeztu tiene una visión decadentista de la España de su tiempo, pero cree también en una revitalización, a partir del espíritu que animó a la Hispanidad en su época de esplendor. Frente a la crítica que el Iluminismo triunfante a partir del siglo XVIII, y frente a la crítica de la generación posterior al desastre del 98 –de la que el mismo Ramiro había sido parte-, propone volver a aquellos valores que hicieron la grandeza de los pueblos hispánicos:
“Creo en la virtud de las piedras labradas
y en que el espíritu que las talló vuelva a infundirse en el país de sus
canteros, escultores y maestros de obras, si no ha perdido totalmente la
facultad de merecerlo. Un general inglés describía hace un siglo la impresión
que Italia le había producido: ‘Ruinas pobladas de imbéciles’. Cuando Marinetti
predicaba el incendio de los museos es que se daba cuenta de lo que opinaba el
general inglés. Pero el general se equivocaba. Y por eso las piedras de la Roma
antigua pudieron inspirar el Renacimiento; y las del Renacimiento han hecho
surgir la tercera Italia. La Roma de Mussolini está volviendo a ser uno de los
centros nodales del mundo. ¿No han de hacer por nosotros algo parecido las
piedras de la hispanidad?
Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de recorrer medio mundo, se ponga a contemplar la Catedral de México y por primera vez se encuentre sobrecogido ante un espectáculo que le fue familiar y que, por serlo, no le decía nada.”[9]
Este espíritu de regeneración requiere dejar de lado el “antipatriotismo”, la crítica permanente de la “Patria antigua” y la admiración por el extranjero. “De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado España misma es la originadora, cuando no la responsable”[10]. Con respecto al tema de la Patria, y sus raíces, es de destacar que para Maeztu la Patria es espíritu:
“Digamos (…) que (…) la patria es (…)
espíritu. (…).
España empieza a ser al convertirse
Recaredo a la religión católica el año 586. Entonces hace San Isidoro el elogio
de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos:
‘¡Oh España! Eres la más hermosa de todas las tierras…De ti reciben la luz el
Oriente y el Occidente…’ (…)
Gobernantes y gobernados habitaban la
misma tierra (…). Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe,
que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo
espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. (…)
La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines, y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y gustos.”[11]
Se debe pues volver a la fuente de aguas cristalinas de la auténtica tradición hispana para salir de la crisis y regenerar la Patria. Para esto será necesario un grupo de caballeros que retomen el ideal que animó a la antigua Hispanidad; hombres que frente al lema masónico-revolucionario de “Libertad- igualdad-Fraternidad”, levanten la bandera del servicio, la jerarquía y la hermandad.
“En el pasado está la huella de los ideales
que íbamos a realizar dentro de diez mil años. El pasado español es una
procesión que abandonamos (…) para seguir con los ojos las de países
extranjeros. (…) De lo que se trata es de recordar con precisión lo que
decíamos ayer (…). Si la plenitud de la vida de los españoles y de los
hispánicos está en la hispanidad y de la hispanidad en el recobro de la
conciencia histórica, tendrán que surgir los poetas que nos orienten con sus
palabras mágicas.
(…) Las palabras mágicas están todavía por
decir. Los conceptos, en cambio, pueden darse ya por conocidos: servicio,
jerarquía y hermandad, el lema antagónico al revolucionario de libertad,
igualdad y fraternidad. Hemos de proponernos una obra de servicio. (…)
El servicio es la virtud aristocrática por
excelencia. (…)La jerarquía es la condición de la eficacia (…) La jerarquía
legítima es la que se funda en el
servicio. Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una
aristocracia hispánica ha de añadir a su lema el de hermandad. Los grandes
españoles fueron paladines de la hermandad humana.”[12]
[1] Calderón Bouchet, Rubén. Nacionalismo y Revolución. En Francia,
Italia y España. Buenos Aires. Librería Huemul. 1983, p. 318.
[2]
Para la influencia
del Padre Arintero sobre Maeztu http://www.larramendi.es/i18n/catalogo_imagenes/grupo.do?path=1028648
[3] Eugenio Vega Latapie,
introducción a la Defensa de la
Hispanidad, https://guardiadelahispanidad.files.wordpress.com/2009/09/defensa-de-la-hispanidad.pdf
[4] Defensa de la Hispanidad. Librería Huemul. Buenos Aires. 1986, pp. 13-14.
[5] Prólogo de Vicente
Marrero a Ibídem.
[6] Ibídem, p. 74.
[7] Virtudes enloquecidas, diría Chesterton.
[8] Defensa de la Hispanidad, p. 82.
[9] Defensa de la Hispanidad, p. 261.
[10] Ibídem, p. 143.
[11] Ibídem, pp. 211-213.
[12] Ibídem, 274-275.
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