En primer lugar María es Reina de la Iglesia.
Esto se aprecia en Pentecostés. En realidad, María está indisolublemente unida
a todo el Misterio Redentor de Cristo. No se puede concebir la Encarnación del
Verbo, momento supremo de la Historia, sin Ella. Cuando llega la Hora Suprema
en la vida terrena del Verbo Encarnado, Ella está presente al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27). Es la primera en recibir
al Resucitado -si bien no está consignado en los Evangelios, San Ignacio en sus
Ejercicios Espirituales nos indica que es lógico que la primera persona a la
que se le apareciese el Señor Resucitado sea su Santísima Madre (Ej. Esp. Nº 299)[1]-. Y Ella
se encuentra presente cuando se produce la Venida del Espíritu Santo sobre la
Iglesia naciente, en Pentecostés (sugestivamente es éste el último momento en
el que la Escritura hace referencia a María)[2]. En
verdad, toda la Historia de la Salvación, toda la Sagrada Escritura -tanto el Antiguo
como el Nuevo Testamento-, al girar en torno al Misterio de Cristo[3], apunta
a Ella.
La
Iglesia que sale del cenáculo el día de Pentecostés es una Iglesia
conquistadora: sale a conquistar el Imperio para Cristo, y sobre las bases del
mismo fundar una civilización a partir de la humanidad nueva que el Redentor ha
recreado. Es cierto que los discípulos de Cristo debieron “completar en su carne lo que faltaba a la Pasión del Señor”, es
decir compartir su martirio. Sobre la sangre de las primeras generaciones de
cristianos, pero sobre todo fundada en la Sangre del Señor -derramada en el
Calvario, pero vuelta a ofrecer en el banquete eucarístico diario-, la
comunidad eclesial pudo salir triunfante y conquistar el Imperio. A partir de
Constantino, primero, y de Teodosio, después, comienza a edificarse lo que
sería la Cristiandad[4]. En este
tiempo, la presencia de María no puede ser soslayada. No existe cristianismo ni
Cristiandad sin María, como no existe Cristo sin María. Así es el Plan de Dios.
Y la reflexión cristológica que se desarrolló en los primeros siglos de la
Cristiandad (siglos IV al VIII) tuvo que ser también, necesariamente,
mariológica. Esto se puso de evidencia a propósito del caso de Nestorio, y la
proclamación consiguiente en el Concilio de Éfeso -gracias al amor tenaz de San
Cirilo-, del dogma de la Theotokos.
Toda la Edad Media se entregó luego con especial admiración a cantar las
glorias de María: Himnos, oraciones -la difusión del Rosario-, santuarios,
capillas, ermitas, todas las expresiones del arte, Órdenes religiosas; a Ella
fueron dedicadas.
Cuando la Edad Media iniciaba su declive -lo que Huizinga llamó el “Otoño de la Edad Media”, a partir del
siglo XIV-, comenzaba a constituirse en el Oeste de Europa la Monarquía Española
-sobre todo en torno de los reinos de Castilla y Aragón-. Y en el siglo XV, de
la mano de la gran Isabel la Católica, mientras la Europa cristiana marchaba
-en su decadencia renacentista- hacia la ruptura que en pocos años iniciaría el
monje rebelde Martín Lutero, la península ibérica -tras siete siglos de lucha
con el Islam- se convertía en la heredera de la Cristiandad. El descubrimiento
del Nuevo Mundo, gracias a la hazaña colombina, permitió extender la
Civilización Cristiana a las tierras descubiertas, y constituir lo que Zacarías
de Vizcarra denominaría la Hispanidad. En esta nueva etapa de la historia
cristiana la presencia de María no podía faltar. La implantación del Reino de
Jesús, por parte de misioneros y conquistadores, tenía que ser sostenida desde
el Cielo por una presencia de María que se hacía sentir fuertemente en la
tierra. Ya desde el convento de la Rábida, guiando los pasos de Colón; ya desde
el Pilar de Zaragoza -donde quiso quedarse para ser la Reina de todos los
pueblos de la Hispanidad-, la Virgen estuvo presente. Y, en América, quiso
venir a llevar a sus pequeños hijos hasta su Hijo, bajando al monte del
Tepeyac, quedándose para siempre en el
ayate del indio Juan Diego.
Nuestra Patria, parte constitutiva de la Hispanidad, no podía ser ajena
a esta presencia bienhechora de la Madre del Cielo. Toda la geografía de nuestro territorio y todos los siglos de
nuestro devenir han sido bendecidos con tan alta Presencia. Con su bello nombre
se nombró el Puerto de la que sería la capital de nuestra Nación; y los “buenos
aires” que los antiguos marinos imploraban de la Divina Reina quedarán para
siempre como la forma más usual de denominar a la ciudad principal de la
República. El interior también sintió su Amor Maternal: allí están las bellísimas
imágenes de la Virgen del Milagro, del Valle, de Itatí, entre tantos y tantos
testimonios de la presencia mariana sobre estas tierras del Sur. La Patagonia,
tardíamente incorporada al territorio nacional, recibió de las manos de los
hijos de Don Boso, la devoción a María Auxiliadora, que nos trae un sinfín de
evocaciones de la historia grande de toda la Cristiandad.
En
los momentos cruciales del devenir nacional la Madre acompañó a sus hijos de
estos lares. En la conquista; durante los siglos hispánicos; en las gloriosas
jornadas de la Reconquista y Defensa de Buenos Aires contra el invasor hereje;
cuando se libró la batalla por la conquista de la Soberanía, María de la Merced
y María del Carmen acompañó a las tropas patrias. Y ese amparo se extendió al
siglo XX: ya sea cuando el país se volvía hacia sus orígenes cristianos en las
célebres jornadas del Congreso Eucarístico de 1934; como en los momentos
cruciales en los que tuvo que defender esos orígenes: contra el marxismo,
contra el atlantismo en Malvinas, o contra los enemigos internos en las
jornadas de 1987, 1988, 1989 y 1990. Hasta la reciente batalla por la vida.
María siempre; en todo momento, María.
A
CRISTO por MARÍA. Porque sólo así se hará realidad aquella hermosa expresión de
San Luis María Grignion de Montfort: GLORIA A DIOS SOLO.
[1] El Padre Biestro en su hermoso libro sobre la Virgen a la luz de la
Escritura y de los Padres se refiere al hecho de que la primera aparición del
Divino Resucitado en el relato de los Evangelios es a María Magadalena,
señalando que hay allí una referencia encubierta a otra María, la Santísima
Virgen. “El Salvador resucita en el
Sepulcro Sellado. San Juan Damasceno llama la atención sobre la conformidad del
término con el comienzo: ‘(…) No dañaste la integridad de tu madre cuando te
dio a luz y nos abriste las puertas del Paraíso’.
La correspondencia de la Resurrección con
la Concepción y Parto Virginal muestra una vez más la presencia de la Madre de
Dios en la obra redentora (…).
No es imple casualidad que el Santo Sepulcro se encuentre en un jardín, que el Señor haya aparecido a María Magdalena antes que a cualquier otro discípulo, y ésta lo haya confundido con el Jardinero. Adán vuelve a recorrer el Paraíso (Jn 20, 15). Tampoco parece fortuito que la primera palabra del Resucitado sea: ‘Mujer’, el primer nombre de persona: ‘María’ (v 16), y que ella responda: ‘Rabboní’, Mi Maestro.” (Jardín cerrado, p. 381-382).
[2] Benedicto XVI se refiere a esta presencia de María. El Verbo se
hace carne, para redimir a la humanidad mediante el Sacrificio de la Cruz,
redención que se comienza a extender por la Humanidad a partir de Pentecostés.
Siempre está presente Ella. En la catequesis del miércoles 14 de marzo del año
2012, nos decía el Papa: “Las etapas del
camino de María, desde la casa de Nazareth hasta la de Jerusalén (el
cenáculo), pasando por la cruz, donde el
Hijo le confía al apóstol Juan, están marcadas por la capacidad de mantener un
clima perseverante de recogimiento, para meditar todos los acontecimientos en
el silencio de su corazón, ante Dios (cf. Lc. 2, 19-51); y en la meditación
ante Dios comprender también la voluntad de Dios y ser capaces de aceptarla
interiormente. La presencia de la Madre de Dios con los Once, después de la
Ascensión, no es, por tanto, una simple anotación histórica de algo que sucedió
en el pasado, sino que asume un significado de gran valor, porque en ellos
comparte lo más precioso que tiene: la memoria viva de Jesús, en la oración;
comparte esta misión de Jesús: conservar la memoria de Jesús y así conservar su
presencia.”
[3] “Pero Cristo no es sólo el
‘iluminador’ del sentido espiritual de la Escritura. Cristo es también la
‘meta’ de las Escrituras. Todo el Antiguo Testamento tiene por objeto a Cristo.
En esto la tradición patrística es unánime. Y se apoya sobre el testimonio
mismo del texto evangélico que nos describe el encuentro de Jesús con los
desesperanzados discípulos de Emaús: ‘Comenzando por Moisés, y recorriendo
todos los Profetas, les interpretó en todas las escrituras lo que le concernía’
(Lc 24, 27).” (Sáenz, Alfredo. Cristo
y las figuras bíblicas. Gladius. Buenos Aires. 2010, p. 17).
[4] El Padre Sáenz en diversas oportunidades nos explica la distinción
entre cristianismo y Cristiandad. El primer término hace referencia a la
vivencia individual del Misterio de Cristo, en tanto el segundo significa toda
una comunidad constituida a partir de los principios del Evangelio. La misma
comienza a gestarse a partir de la conversión del Imperio con Constantino, pasará
por varias vicisitudes hasta llegar a su momento de plenitud en la Edad Media.
Dentro de este tiempo áureo serán los siglos XI al XIII en Europa Occidental –siguiendo
siempre al Padre Sáenz-, los que representaron la Cristiandad en su máxima
plenitud. El autor nos señala las características fundamentales de la
civilización cristiana: “La sociedad
medieval (…) constituyó un logrado esfuerzo por integrar todas las clases de la
sociedad en la unidad de una sola fe (…). El lenguaje común de la fe (…) estaba
en el origen de la ciencia, del arte, de la música y de la poesía. (…)
La fe era el centro de todo. (…)
Como el misterio está inextricablemente
unido con el ámbito cultual, puede decirse que la civilización medieval fue,
esencialmente, una civilización litúrgica, en el sentido lato del término, una
civilización del gesto y del símbolo. (…)
(…) Estos símbolos se encuentran por todas partes: en el culto y en el arte, en las costumbres populares y en la vida social.” (Sáenz, Alfredo. La Cristiandad y su cosmovisión. Gladius. Buenos Aires. 2010, pp. 28-35).
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