Manuel
García Morente nace en Arjonilla, Jaén, el 22 de abril de 1886. Estudia el
bachillerato francés en el liceo de Bayona. Viaja a París para estudiar
filosofía en la Sorbona. En el Colegio de Francia recibe influencia de Henri
Bergson. A su regreso convalida sus estudios en la Facultad de Filosofía y
Letras de Madrid y conoce a Ortega. Con posterioridad marcha a Alemania con el
fin de ampliar estudios. En las universidades de Berlín, Leipzig, Munich y
Marburgo profundiza su pensamiento filosófico. En Marburgo contactó con las
figuras del neokantismo: P. Natorp y H. Cohen. El idealismo kantiano pasó a ser
el punto de referencia de su pensamiento. Por otra parte fue traductor de las
principales obras de Emanuel Kant, tarea que emprendió entre 1912 y 1928 para
la editorial Victoriano Suárez Una de las grandes preocupaciones de García
Morente, así como de Ortega, parece ser el supuesto fracaso ante la modernidad.
O sea que ya aparece algo que va a marcar el pensamiento de los grandes
hispanistas: la diferencia esencial entre la Hispanidad y la Modernidad
europea. En 1926 ocupa Manuel García Morente el decanato
de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Central. Desencadenada la guerra civil, es destituido por los
republicanos. Vive en carne propia el horror desencadenado por los rojos ya que
sufre el asesinato de su yerno, quedando su hija viuda con hijos pequeños.
Logra huir a París, pero el dolor de tener que abandonar a sus hijas y nietos
lo apesadumbra. Vive momentos de gran depresión. Viudo, asesinado el marido de su hija mayor como
“mártir de la Cruzada”, esperando en un triste cuarto parisino a que puedan
llegar desde Madrid sus hijas y sus nietos, va a tener una experiencia que le
va a cambiar la vida. En un pequeño cuarto en Montmartre -barrio de PARÍS
conocido por sus cabarets, burdeles y por los aires bohemios que allí se
respiran- supo ver otro aspecto del barrio...Dejemos que él nos cuente lo que
vivió esa noche acerca la iluminación interior que lo llevó a la conversión...
“Toda
la mañana del 29 de Abril (de 1937) estuve tranquilo, meditando o mejor dicho
reflexionando sobre lo que tanto venía preocupándome intelectualmente. Poco a
poco me fui afianzando en la idea providencialista y llegué a formulármela de
modo claro y explícito. Pero todavía mi pensamiento y mi imaginación caminaban
por vías puramente abstractas y metafísicas. Pensaba en Dios; pero siempre en
el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en
que se piensa, pero al que no se reza, Dios ahumano, transcendente,
inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada intelectual.
Considerábalo en su providencia, sí; pero como un poder infinito, con el cual
el hombre no tiene más relación que la de una reverencia total, muda e inmóvil,
esa “absoluta dependencia” con que Schleiermacher define el sentimiento
religioso. En este ambiente y relativamente tranquilo, comencé a pensar que la
única actitud congruente con esa Providencia impersonal era la simple
resignación, el sometimiento, completo; y me dispuse interiormente a
verificarlo. Pero mis esfuerzos en este sentido resultaban ineficaces; una
especie de sequedad se iba apoderando de mí, una tirantez interior, una
frialdad o rigidez, que poco a poco se fue convirtiendo en hostilidad, en
encono, en retraimiento del alma, como ofendida de la altitud inaccesible en
que ese Dios metafísico se había colocado ante mí. En mi alma se produjo una
especie de protesta; y creo, Dios me perdone, que algo así como una blasfemia
subió a mi mente. Creo que acusé de cruel, de indiferente, de burlona, de
sarcástica, esa Providencia, que se complacía en zarandear mi vida, en traerla
y llevarla a su antojo inexplicable, en darle y atribuirle acontecimientos y
hechos, que yo no quería, que yo repudiaba. ¿Qué puedo esperar –pensaba yo– de
un Dios que así se complace enjugar conmigo, que me engolosina de esa manera
con la inminente perspectiva de la felicidad, para hacerla desaparecer en el
momento mismo en que iba yo a tenerla ya entre las manos? Si Dios es el que
hace los hechos de la vida y los da y atribuye y regala al hombre, yo puedo en
cambio rechazar el obsequio. Cierto que la vida no es mía, sino de Dios
providente; pero por otro lado es mía, puesto que esos hechos me acontecen a
mí, me los da Dios a mí. Ahora bien yo puedo tomarlos o rechazarlos; y
decididamente los rechazo, no los quiero; no me someto al destino que Dios
quiere darme; no quiero nada con Dios, con ese Dios inflexible, cruel,
despiadado. Una especie de furia, una como tempestad de ira alborotó mi alma,
la rabia de la impotencia disconforme, de la libertad ineficaz. Me apareció
claramente que solo una cosa era libre de hacer para mostrar mi oposición a esa
Providencia, que se me antojaba inaccesible y hostil: quitarme la vida. Así el
estoico contemplaba en el suicidio el acto de suprema libertad humana. Pero tan
pronto como me di cuenta de la conclusión a que había llegado, me espanté de mí
mismo. No por la idea del suicidio en sí, que ya en otras ocasiones había
entrado en los ámbitos de mi conciencia; sino más bien por la absoluta
ineficacia de un acto así, que a nada conducía, que nada resolvía y que todavía
menos podía resolver el problema teórico, metafísico, en que estaba intentando
orientarme. Y ese espanto era principalmente como miedo de haber sucumbido o
estar sucumbiendo a alguna anormalidad mental. Seriamente me entró la
preocupación de si no estaría empezando a desvariar. En realidad había llegado
al fondo de un callejón sin salida. Me dije a mí mismo que era necesario volver
atrás y repensar de nuevo todo ese proceso intelectual, que me había conducido
a tan grotesca conclusión. Haciendo un esfuerzo enorme de voluntad, me impuse
la obligación de tomar algún descanso, de procurarme algunas horas de tregua en
el pensamiento. Se me ocurrió poner en marcha la radio para ayudarme a la
distracción. Estaban radiando música francesa: final de una sinfonía de Cesar
Franck; luego piano, la Pavane pour une infante défunte, de Ravel; luego, en
orquesta, un trozo de Berlioz, intitulado l’Enfance de Jésus. No puede usted
imaginarse lo que es esto, si no lo conoce: algo exquisito, suavísimo, de una
delicadeza y ternura tales, que nadie puede escucharlo con los ojos secos.
Cantábalo un tenor magnífico, de voz dulce, aterciopelada, flexible y suave,
que matizaba incomparablemente la melodía pura, ingenua, verdaderamente divina.
Cuando terminó, cerré la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz, en
que esa música me había sumergido. Y por mi mente comenzaron a desfilar –sin
que yo pudiera oponerles resistencia– imágenes de la niñez de Nuestro Señor;
víle en la imaginación caminando de la mano de la Santísima Virgen; o sentado
en un banquillo y mirando con grandes
ojos atónitos a San José ya María. Seguí representándome otros períodos de la
vida del Señor, el perdón que concede a la mujer adúltera, la Magdalena lavando
y secando con sus cabellos los pies del Salvador, Jesús atado a la columna, el
Cirineo ayudando al Señor a llevar la Cruz, las Santas mujeres al pié de la
Cruz. Y así poco a poco fuese agrandando en mi alma la visión de Cristo, de
Cristo hombre, clavado en la Cruz, en una eminencia, dominando un paisaje de
inmensidad, una infinita llanura pululante de hombres, mujeres, niños, sobre
los cuales se extendían los brazos de Nuestro Señor Crucificado. Y los brazos
de Cristo crecían, crecían y parecían abrazar a toda aquella humanidad doliente
y cubrirla con la inmensidad de su amor; y la Cruz subía, subía hacia el Cielo
y llenaba el ámbito todo y tras de ella también subían muchos, muchos hombres y
mujeres y niños; subían todos, subían todos, ninguno se quedaba atrás; solo yo,
clavado en el suelo, veía desaparecer en lo alto a Cristo, rodeado por el
enjambre inacabable de los que subían con él; solo yo me veía a mí mismo, en
aquel paisaje ya desierto, arrodillado y con los ojos puestos en lo alto y
viendo desvanecerse los últimos resplandores de aquella gloria infinita, que se
alejaba de mí. No poca vergüenza y pudor tengo que vencer, Don José María, para
contarle a usted estas cosas. Confórtame la convicción absoluta de que las
cuento a quien puede entenderlas y sabrá guardar de ellas la prudente reserva.
Mas como todavía me quedan otras varias y más graves, que referirle, permítame
que pida a dios Nuestro Señor la merced de su asistencia, para que mi relato
reproduzca lo mejor posible, lo más fielmente posible, la escueta verdad de los
hechos, que me acontecieron aquella noche. No me cabe la menor duda de que esta
especie de visión no fue sino producto de la fantasía excitada por la dulce y
penetrante música de Berlioz. Pero tuvo un efecto fulminante en mi alma. “Ese
es Dios, ese es el verdadero Dios, Dios vivo, esa es la Providencia viva –me
dije a mí mismo. Ese es Dios, que entiende a los hombres, que vive con los
hombres, que sufre con ellos, que los consuela, que les da aliento y les trae
la salvación. Si Dios no hubiera venido al mundo, si Dios no se hubiera hecho
carne de hombre en el mundo, el hombre no tendría salvación, porque entre Dios
y el hombre habría siempre una distancia infinita, que jamás podría el hombre
franquear. Yo lo había experimentado por mí mismo hacía pocas horas. Yo había
querido con toda sinceridad y devoción abrazarme a Dios, a la Providencia de
Dios; yo había querido entregarme a esa Providencia, que hace y deshace las vidas
de los hombres. ¿Y qué me había sucedido? Pues que la distancia entre mi pobre
humanidad y ese Dios teórico de la filosofía, me había resultado infranqueable.
¡Demasiado lejos, demasiado ajeno, demasiado abstracto, demasiado geométrico e
inhumano! Pero Cristo, pero Dios hecho hombre, Cristo sufriendo como yo, más
que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me
entiende. A ese sí que puedo filialmente entregarle mi voluntad entera, tras de
la vida. A ese sí que puedo pedirle; porque sé de cierto que sabe lo que es
pedir y sé de cierto que da y dará siempre, puesto que se ha dado entero a
nosotros los hombres. ¡A rezar, a rezar! Y puesto de rodillas, empecé a
balbucir el padrenuestro. Y ¡horror! Don José María, se me había olvidado! Permanecí
de rodillas un gran rato, ofreciéndome mentalmente a Nuestro Señor Jesucristo,
con las palabras que se me ocurrían buenamente. Recordé mi niñez; recordé a mi
madre, a quien perdí cuando yo contaba nueve años de edad; me representé
claramente su cara, el regazo en que me recostaba, estando de rodillas para
rezar con ella; lentamente, con paciencia, fui recordando trozos del
padrenuestro, algunos se me ocurrieron en francés, pero al traducirlos restituí
fielmente el texto español. Al cabo de una hora de esfuerzos, logré restablecer
íntegro el texto sagrado y lo escribí en un librito de notas. También pude
restablecer el Ave María. Pero de aquí no pude pasar. El Credo se me resistió
por completo; así como la Salve y el Señor mío Jesucristo. Tuve que contentarme
con el Padrenuestro –que leía en mi papel, no atreviéndome a fiar en un
recuerdo tan difícilmente restaurado– y el Ave María, que repetí innumerables
veces, hasta que las dos oraciones se me quedaron ya perfectamente grabadas en
la memoria. Una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Es verdaderamente
extraordinario e incomprensible cómo una transformación tan profunda pueda
verificarse en tan poco tiempo. ¿O es que la transformación se va verificando
en la subconsciencia desde mucho antes de darse uno cuenta de ella? En este
caso, el darse cuenta sería simplemente el término final –único consciente– de
una previa evolución subterránea e inconsciente. Sea lo que fuere, el hecho es
que me veía a mí mismo convertido en otro hombre. ¡Qué exacta es la frase de
San Pablo acerca de los dos hombres! Pero estaba aún como el caballo recién
domado, todo tembloroso, todo indeciso, sin saber qué hacer y sin poder
realmente hacer nada. ¿Ir a una iglesia? Ya era de noche y seguramente todos
los templos estarían cerrados. ¿Buscar a un sacerdote? Pero no conocía yo a
ninguno en París y además una invencible vergüenza, un pudor insuperable me
impedían hablar de estas cosas con nadie, que no fuera el mismísimo Jesucristo.
Anduve por la habitación palpándome yo mismo los brazos, la cara, la cabeza.
Recorrí todo el piso sin buscar nada, sin objeto ni propósito alguno. En la
alcoba de Selgas me miré al espejo y estuve contemplándome durante largo rato.
Me encontré distinto, muy distinto, aunque bien veía que era el mismo. Empecé a
sentir una especie de desdoblamiento de la personalidad. Aquél del espejo era
el otro, el de ayer, el de hace mil años; éste en cambio, éste a quien
consideraba dentro de mí, el nuevo, me parecía tan tierno y tan frágil, que el
menor choque podría quebrarlo en mil pedazos. Volví a mi habitación. De pronto
pensé en mis hijas. “¡Cuando se lo diga, qué emoción van a sentir!” Pero
inmediatamente hice el propósito y tomé la resolución de no decirles nada por
escrito. La sola idea de hablar con alguien de todo esto que me sucedía,
producíame un encogimiento irreprimible. Me senté en un sillón delante de la
ventana, por donde a través del cristal veía todo París y en el fondo la masa
obscura de Montmartre. ¡Mons martyrum! Imágenes del cristianismo primitivo
surcaron mi fantasía. ¡El circo romano, las fieras, los cristianos arrodillados
en el redondel y dejándose despedazar heroicamente! ¡Qué hombres! La gracia de
Dios les inundaba, les envolvía, les sostenía. Sí, sin duda; pero además ellos
mismos recibían y aceptaban sumisamente esa gracia y todo cuanto Dios les
enviaba. ¡Sumisamente y libremente! Porque bien claro sabían lo que hacían y lo
que querían, al querer conformarse con lo que Dios quería en ellos. Con este
pensamiento me pareció haber llegado por fin a la solución más clara y neta del
problema de la vida en mí y fuera de mí. La vida y los hechos de la vida, que
Dios providente hace y produce, Dios también nos los da y atribuye. Pero
nosotros los aceptamos, los recibimos libremente; y por eso son nuestros, tanto
como suyos. Son suyos, porque Él es su Autor, creador, distribuidor y provisor.
Son nuestros, porque nosotros libremente los aceptamos de su mano. Ahí está el
toque, ahí está la esencia de la humanidad: aceptar a la vez sumisa y
libremente. El acto más propio y verdaderamente humano es la aceptación libre
de la voluntad de Dios. El animal acepta la voluntad de Dios porque, no siendo
libre, no puede no aceptarla. O por mejor decir: no la acepta, sino que la
recibe, se la encuentra encima, sin haber pensado ni pensar en ello. Pero el
hombre ha sido creado libre por Dios; es decir, que para realizar su propia
esencia, para ser verdaderamente hombre libre, el hombre – yo, en este caso
particular– debe aceptar la voluntad de Dios con sumisión total y a la vez
libremente. ¡Querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de
la condición humana. “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo”. Y
postrado de rodillas, perdida la mirada en el lejano horizonte del caserío de
París, recité con íntimo fervor una vez más el Padrenuestro, entregando
libremente toda mi voluntad en las manos llagadas de Nuestro Señor Jesucristo.
En el relojito de pared, sonaron las doce. La noche estaba serena y muy clara.
En mi alma reinaba una paz extraordinaria. Me parece que debía sonreír. Me
senté de nuevo en el sillón y me puse a pensar lenta y reposadamente sobre mi
nueva condición y el modo de vida que
debía adoptar. ¡Como quién, con sana alegría, medita gozoso los preparativos de
un anhelado viaje! “Lo primero que haré mañana, será comprarme un libro devoto
y algún buen manual de doctrina cristiana. Aprenderé las oraciones; me
instruiré lo mejor que pueda en las verdades dogmáticas, procurando recibirlas
con la inocencia del niño; es decir, sin discutirlas ni sopesarlas por ahora.
Ya tendré tiempo de sobra, cuando mi fe sea sólida y robusta y esté por encima
de toda vacilación, para reedificar mi castillo filosófico sobre nuevas bases.
Compraré también los Santos Evangelios y una vida de Jesús. ¡Jesús, Jesús!
¡Bondad! ¡Misericordia!.– Una figura blanca, una sonrisa, un ademán de amor, de
perdón, de universal ternura. ¡Jesús! Aquí hay un hueco en mis recuerdos tan
minuciosos. Debí quedarme dormido. Mi memoria recoge el hilo de los sucesos en
el momento en que despertaba, bajo la impresión de un sobresalto inexplicable.
No puedo decir exactamente lo que sentía: miedo, angustia, aprensión,
turbación, presentimiento de algo inmenso, formidable, inenarrable, que iba a
suceder ya mismo, en el mismo instante, sin tardar. Me puse de pié todo
tembloroso y abrí de par en par la ventana. Una bocanada de aire fresco me
azotó el rostro. Volví la cara hacia el interior de la habitación y me quedé
petrificado. Allí estaba Él. Yo no lo veía, yo no lo oía, yo no lo tocaba. Pero
Él estaba allí. En la habitación no había más luz que la de una lamparita
eléctrica, de esas diminutas, de una o dos bujías, en un rincón. Yo no veía
nada; no oía nada; no tocaba nada; no olía nada.
No tenía la menor sensación. Pero Él
estaba allí. Yo permanecía inmóvil, agarrotado por la emoción. Y le percibía;
percibía su presencia con la misma claridad con que percibo el papel en que
estoy escribiendo y las letras –negro sobre blanco– que estoy trazando. Pero no
tenía ninguna sensación, ni en la vista, ni en el oído, ni en el tacto, ni en
el olfato, ni en el gusto. Sin embargo le percibía allí presente, con entera
claridad. Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que le
percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. Pero sé
que Él estaba allí presente y que yo, sin ver, ni oír, ni oler, ni gustar, ni tocar
nada, le percibía con absoluta e indubitable evidencia. Si se me demuestra que
no era Él o que yo deliraba, podré no tener nada que contestar a la demostración;
pero tan pronto como en mi memoria se actualice el recuerdo, resurgirá en mí la
convicción inquebrantable de que era Él; porque lo he percibido. No sé cuánto
tiempo permanecí inmóvil y como hipnotizado ante su presencia. Sí sé que no me
atrevía a moverme y que hubiera deseado que todo aquello –Él allí– durara
eternamente; porque su presencia me inundaba de tal y tan íntimo gozo, que nada
es comparable al deleite sobrehumano que yo sentía. Era como una suspensión de
todo lo que en el cuerpo pesa y gravita, una sutileza tan delicada de toda mi
materia, que dijérase no tenía corporeidad; como si yo todo hubiese sido
transformado en un suspiro o céfiro o hálito. Era una caricia infinitamente
suave, impalpable, incorpórea, que emanaba de Él y que me envolvía y me
sustentaba en vilo, como la madre que tiene en sus brazos al niño. Pero sin
ninguna sensación concreta de tacto. ¿Cómo terminó la estancia de Él allí?
Tampoco lo sé. Terminó. En un instante desapareció. Una milésima de segundo
antes, estaba Él aún allí y yo le percibía y me sentía inundado de ese gozo
sobrehumano que he dicho. Una milésima de segundo después, ya Él no estaba
allí; ya no había nadie en la habitación; ya estaba yo pesadamente gravitando
sobre el suelo y sentía mis miembros y mi cuerpo sosteniéndose por el esfuerzo
natural de los músculos – ¿Cuánto tiempo duró su presencia? Ya he dicho que no
lo sé. Intentando retrospectivamente computarlo, hice el siguiente cálculo.
Debí quedarme dormido poco después del momento en que sonaron las doce en el
relojito de pared. Suponiendo que durmiera un par de horas, mi despertar
sobresaltado ante la inminencia del Hecho, debió ocurrir hacia las dos de la
madrugada. Cuando Él desapareció, caí de nuevo en el sillón, delante de la
ventana abierta y recuerdo perfectamente que frente a la casa, por la vía
férrea –el Boulevard Sérurier está en el extremo Este de París– pasó un tren
que venía. Unos días después fui sigilosamente a informarme de los trenes y
comprobé que a las tres y minutos de la madrugada llegaba a aquella estación
diariamente. Según esto debió durar su presencia poco más de una hora. Lo que
se confirma, en cierto modo, por el recuerdo de haber oído yo, mucho más tarde,
sonar las cuatro en el relojito de pared. Supongo pues que su presencia comenzó
hacia las dos y terminó poco después de las tres de la madrugada. Pero estos
cálculos pueden ser muy bien erróneos. Puede ser que yo haya dormido más de dos
horas; y que su presencia haya empezado mucho después de las dos. Puede ser
también que el tren haya pasado con retraso. Puede ser por consiguiente que Su
presencia no haya durado más que minutos o incluso un brevísimo instante. No
tengo sobre esto ninguna convicción firme.” (El Hecho Extraordinario)
En 1938, ya firme en su decisión de convertirse
al catolicismo, aunque guardando cierta prudencia todavía en manifestarla,
viaja a Argentina donde le ofrecen dar cátedra en la universidad de Tucumán. En
este breve período ofrece conferencias en Santa Fe, en Montevideo, y Buenos
Aires. En los primeros días de junio de 1938 diserta sobre el tema, que luego
se convertirá en libro, “Idea de la
Hispanidad”. La conversión al catolicismo había llevado a Morente a descubrir
el sentido profundo de la Hispanidad, a la que ya no verá como un fracaso ante
la Modernidad, sino como una respuesta ante la misma. De vuelta en España seguirá
el llamado al sacerdocio, pero continuará profundizando en el tema de la
Hispanidad, lo que quedará plasmado en su obra “Ideas para una filosofía de la Historia de España”. Analicemos
brevemente ambas obras. Lo que aparece en ellas es la preocupación por indagar
en el ser de la Hispanidad, en aquello que hace que los españoles sean
españoles. Y encuentra que, a lo largo de la historia, en todos los
acontecimientos y momentos, hay un “estilo” que identifica a los españoles.
Frente a Renan o a Ortega que definían a la Nación como una adhesión –a un
pasado, el primero; a un destino, el segundo-, Morente señala que la adhesión
se da porque aquello a lo que se adhiere se identifica con un estilo:
“En realidad, la nación no es, pues, el
acto de adherir, sino aquello a que adherimos. Mas como aquello a que adherimos
se presenta a su vez como un proyecto de futuro, o como un estado o situación
presente, o un larguísimo pasado, resulta que, en verdad y profundamente,
aquello a que adherimos no es tampoco ni la realidad histórica pasada, ni la
realidad histórica presente, ni el concreto proyecto futuro, sino lo que hay de
común entre los tres momentos, lo que hace que los tres sean homogéneos, lo que
los liga en una unidad de ser, por encima de la pluralidad de instantes en el
tiempo. (…)
España, la nación española, no es, pues,
un territorio mayor o menor; no es una determinada raza; no es un determinado
idioma; es un estilo.
Considerad, por ejemplo, las figuras de Guzmán el Bueno y del general Moscardó. ¿Qué hay de común entre ellas, si atendemos sólo al contenido material de las dos vidas? Nada. Sin embargo, el estilo es el mismo. ¿Qué hay de común entre Numancia y la defensa heroica del Alcázar toledano? En el contenido material, nada. Pero el estilo es el mismo. Repasad en vuestra imaginación las más variadas producciones del arte y de la literatura española. ¿Qué hay de común entre un cuadro de Velázquez y la mística de Santa Teresa? El estilo. Las cosas mismas no pueden ser más diferentes. Sin embargo, en ellas palpita un mismo hálito; en ellas hay un mismo modo de ser, el estilo de todo lo español. Los conquistadores, la estatuas de Alonso Cano, el monasterio del Escorial, los cuadros de Goya, la figura de Felipe II, el duque de Alba, San Ignacio de Loyola, las costumbres de los estudiantes salmantinos, Lazarillo de Tormes, Don Juan Tenorio, la colonización de América, la conquista de Méjico, nuestras letras, nuestras artes, nuestros campos, nuestras iglesias, nuestros oficios, nuestros talleres, nuestras instituciones, nuestras diversiones, nuestros monarcas, nuestros gobiernos, nuestro teatro, nuestro modo de andar, de hablar, de reír, de llorar, de cantar, de vestir, de nacer y de morir, toda nuestra vida en cualquier época de la historia que la tomemos y cualquiera que sea el corte que en ella demos a lo largo del tiempo, ostenta siempre una modalidad común, una homogeneidad indefinible, pero absolutamente evidente e innegable. Eso es el estilo, el estilo en que la nación española consiste. España –como cualquier otra nación auténtica– es un estilo de vida.”[1]
Para poder explicar este sustrato común
entre los distintos momentos de la historia española, García Morente recurre a
los conceptos de “sujeto” y de “persona”. Señala nuestro autor que se puede
hacer de cada Nación una especie de “biografía”. En esta “biografía nacional”,
cada momento de la historia –con sus motivaciones, voliciones, intereses,
empresas a realizar- sería el “sujeto”. Pero por encima de esos “instantes”
existe una unidad psicológica, un “estilo” que se manifiesta en cada período:
“Porque
es evidente que un pueblo, una nación, una época y la humanidad misma, son, en
todo y por todo, ‘como si fueran personas’. Son propiamente cuasi-personas. Lo
personal de la persona no es su cuerpo visible, no es la materia con la cual y
por medio de la cual actúa, sino la unidad espiritual de voluntad libre. Las
conjunciones colectivas de hombres son también personas, en cuanto que actúan
unitariamente en una continuidad de volición, de acción y de estilo. La nación
es una cuasi-persona. La historia nacional es la biografía de la nación; es
decir, la narración de la vida de esa cuasi-persona, que es la nación; por
ejemplo: de la nación española. En la historia nacional, redescubrimos
exactamente los mismos elementos que hemos encontrado en la biografía: unos
hechos sucesivos en el tiempo, una continuidad o trayectoria propia y una
unidad esencial y básica, que es el foco de todo lo que históricamente se
despliega en siglos de existencia nacional. Consiguientemente hallamos también
los tres mismos problemas: el problema científico de fijar lo que aconteció, el
problema psicológico de interpretarlo en la continuidad de una trayectoria
nacional, y el problema filosófico de reducir a la unidad de una definición y
simbolización esencial todo lo que en el seno del alma nacional ha vivido, vive
y seguirá viviendo. (…)
Y es que en las vidas humanas —tanto
individuales como colectivas— hay que distinguir entre el sujeto y la persona.
El sujeto es la unidad de una vida humana en un momento determinado de su
desenvolvimiento temporal. La persona es la unidad totalitaria de esa misma
vida, fuera y antes de los períodos sucesivos en que se realiza. La esencia de
la persona ha de verterse en la existencia temporal. Ahora bien; esto implica
que la unidad de la persona se descomponga en serie sucesiva de sujetos.”[2]
España, entonces, como estilo que se
manifiesta en los distintos momentos de su historia. Y, ¿cuáles son las
características que definen a ese estilo? Morene se aproximó a ellas en la
conferencia de 1938. Luego de hablar de la Nación como estilo se refiere a las
cualidades del caballero cristiano, para indicarnos que éste es la mejor
encarnación del auténtico ser hispano:
“Pues
bien, yo pienso que todo el espíritu y todo el estilo de la nación española
pueden también condensarse y a la vez concretarse en un tipo humano ideal,
aspiración secreta y profunda de las almas españolas, el caballero cristiano.”[3]
Unos renglones más
arriba se había referido a la representación de este estilo en el arte:
“En
las producciones del arte tenemos, efectivamente, un buen repertorio de figuras
irreales y, sin embargo, concretas, y bien llenas de espiritualidad y de estilo
hispánicos. Una solución muy atractiva sería, por ejemplo, la de simbolizar el
estilo español en las figuras de Don Quijote y Sancho. Encontraríamos, sin
duda, en ellas, un gran número de alusiones y evocaciones de la eterna
hispanidad. También podría elegirse la figura artística del Cid. Acaso,
igualmente, alguna traza sacada de un cuadro español famoso. Así no sería mal
símbolo del estilo español la figura central del cuadro de Velázquez denominado
las Lanzas. En esta escena vemos a Espínola recibiendo con gesto de suprema
elegancia y benevolencia las llaves que entrega el burgomaestre de la ciudad de
Breda. El contraste entre los dos personajes es notabilísimo. Velázquez ha
sabido, con intuición genial, cifrar en esas dos figuras los estilos de dos
pueblos completamente dispares. También el retrato del Greco, conocido bajo el
nombre de ‘el caballero de la mano al pecho’, nos proporcionaría quizás un
elocuente símbolo de la humanidad española.”
Luego de definir ese estilo explicó, en
aquellas célebres jornadas de finales de los años 30 del siglo XX, algunos
rasgos del caballero hispano: paladín,
magnánimo, valiente, intuitivo, impaciente por la causa del bien, cultor del
honor, absolutamente entregado –aun a costa de la propia vida-[4].
[1] Idea de la Hispanidad.
[2] Ideas para una filosofía de la historia de España.
[3] Idea de la Hispanidad.
[4] No hemos usado siempre la terminología empleada por Morente pero
entendemos expresar su pensamiento.
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