La extinción de la rama española de los Habsburgo y la entronización de los Borbones iniciaría un proceso de cambios[1] que culminarían a finales de la centuria con el estallido de la Revolución Francesa, las guerras que ésta trajo aparejadas y la experiencia napoleónica.
“Es la verdad, que durante el siglo XIX
tiene lugar en nuestra Patria una gesta que, no por silenciada de gobernantes e
historiadores, deja de marcar el verdadero sentido de nuestra vida nacional
desde ese siglo hasta nuestros días.
Puede decirse, en un sentido, que es este
período se dan en nuestro suelo las guerras de religión que para el resto de
Europa tuvieron lugar en el siglo XVI. De la guerra de los Treinta Años,
España, mantenedora de la causa católica, sacó el fruto de conservar intacta su
unidad religiosa. Mucho habían logrado sus armas en Europa en defensa de la
ortodoxia; pero no logró una victoria plena contra la herejía, y, como el
sentido de la lucha era universalista, puede decirse que, al fin, fracasó en su
empeño. No obstante, la salvación de su unidad interna le permitió vivir
durante dos siglos, pues la unidad religiosa y política se mantiene de jure
hasta principios del siglo XIX, aunque de facto puedan notarse influencias
heterodoxas en años anteriores.
Como es sabido, el primer intento de
introducir en España un sistema explícitamente revolucionario y, en el fondo,
heterodoxo coincide con la invasión francesa de 1808. Napoleón, defensor y
salvador de los principios revolucionarios (…) identificó la causa de la
Revolución con la de Francia (…).
España, aunque vencedora militar de sus
ejércitos, fue una víctima suya en el orden espiritual. Gran parte de sus
clases elevadas –nobleza, Ejército, intelectuales- se declararon partidarios de
las nuevas ideas constitucionalistas afrancesadas. (…).
Entonces comienza una serie de guerras,
casi olvidadas algunas, silenciadas y mal comprendidas todas. A través de
ellas, sin embargo, se prolonga el sentido auténtico de nuestra historia (…).
Un antecedente de estas luchas religioso-políticas puede verse en la que sostuvo España de 1793 a 1795 contra la Revolución francesa, cuya extremada popularidad le confiere una fisonomía completamente distinta de las anteriores guerras de su siglo, y le hace participar de ese carácter que hoy llamamos de cruzada.”[2]
La fidelidad a Dios, al Rey y a la Patria, llevó a los auténticos españoles a enfrentar ardientemente a aquella nación –hija primogénita de la Iglesia, pero que había apostatado-, que encarnaba, en ese momento, lo contrario de lo hispano: Francia[3]. La Revolución masónica se iba extendiendo por la fuerza de las armas de Napoleón; pero los bravos españoles –campesinos, clérigos, artesanos, nobles de provincia-, fieles a su Dios y a su Rey, la enfrentaron, dejando todo en el campo de batalla. Un ejemplo del espíritu militante que señoreó en aquella gesta es lo ocurrido en la ciudad de Zaragoza. La reacción popular fue llevada hasta las últimas consecuencias, hasta que casi no quedó piedra sobre piedra de la que era la ciudad de la Virgen del Pilar, principal Patrona de la Hispanidad. No terminó todo en las luchas contra Napoleón. Después vinieron las Guerras Carlistas. “En el nacimiento y desarrollo del Carlismo a lo largo del siglo XIX confluyeron tres determinantes históricos bien diferenciados: hay un problema de resistencia campesina a la penetración del capitalismo liberal en los medios rurales; hay un problema de resistencia autonomista frente a un Estado liberal resueltamente entregado a su función centralizadora; lo hay también de resistencia de unas formas de religiosidad tradicionales(…) frente a cuanto el liberalismo y el proceso general de secularización comportan”.
El
carlismo representó a partir de 1833 -cuyos antecedentes podemos vislumbrar,
como señalamos arriba, en las guerras de 1793, 1808 y 1820-, un movimiento de
defensa de la Tradición, contra el Liberalismo, pero también contra las formas
centralizadoras que había adoptado el Absolutismo borbónico en el siglo XVIII[4].
Suárez Verdaguer ha profundizado en parte este tema reaccionando contra quienes
dividen la historia política española del siglo XIX entre “liberales”,
supuestos partidarios de la “libertad”, y “serviles”, defensores del
Absolutismo real. El autor señalado sostiene que entre los liberales y los
defensores de despotismo ministerial
se conformó un tercer grupo que pretendía reformas pero tomando como referencia
las antiguas libertades respetadas por la Monarquía Católica. Estas
reivindicaciones asoman en el Manifiesto de los Persas de 1814, y se irán
haciendo cada vez más claras en los manifiestos carlistas posteriores a 1833,
quedando finalmente sintetizadas en el lema “Dios, Patria, Fueros, Rey”[5].
Elías de Tejada, ilustre pensador carlista, sintetizó al mismo, como “una bandera dinástica legitimista, que
personifica la continuidad histórica de las Españas y se hace consciente
abrazando la doctrina tradicionalista”[6].
[1] “Las tendencias que se insinuaban en la España de
fines del siglo XVII se consagran (…) en la centuria siguiente. Una nueva
dinastía, procedente de Francia, facilita el cambio ideológico y, desde luego,
promueve la transformación práctica del país.
Las bases de la nueva mentalidad pueden
quedar definidas bajo el denominador común del Racionalismo, el movimiento
intelectual que se había iniciado en Occidente durante el siglo XVII, y que
señorea por doquier el ambiente y el pensamiento del XVIII. (…)
El mismo cambio de dinastía, es decir, la
introducción de los Borbones en España, puede ser considerada como causa o como
consecuencia de la nueva mentalidad (…).
Concretamente, uno de los módulos más
visibles de la nueva política borbónica consiste en el hecho de que la dinastía
recién llegada es de origen francés. ‘Reformas’ supone muchas veces, de hecho,
afrancesamiento. (…) En este sentido, el reformismo del siglo XVIII implica una
amplia gama de frentes, en que luchan lo moderno contra lo antiguo, la concepción
terrena contra la concepción espiritualista, el criticismo contra el dogmatismo
y la innovación extranjerizante contra la tradición españolista.” (Comellas, José Luis. “Historia de España modrena y contemporánea”. Rialp. Madrid. 1979,
pp. 191-193)
[2] Gambra, Rafael. La primera guerra civil de España.
1821-1823. Historia y meditación de una lucha olvidada. Ediciones Nueva
Hispanidad. Buenos Aires-Santander. 2006, pp.31-33.
[3] Aparisi Guijarro nos describe con trazos vigorosos este enfrentamiento. Dice, que en aquellas circunstancias se enfrentaron el “espíritu español, religioso, monárquico, libre, el que qsistía a los Concilios de Toledo, hablaba en las Cortes de Castilla, respiraba en los fueros de Aragón y Valencia”, frente “al espíritu francés, burlón, materialista y revolucionario, que jamás supo dar libertad a su patria: verdugo cuando Robespierre, esclavo cuando Napoleón”. Por supuesto se refería a la Francia revolucionaria, no a la de San Luis y Santa Juana de Arco.
[4] El Despotismo Ilustrado impuesto por Carlos III fue un régimen que
se caracterizó por la centralización
del poder, eliminando viejos “privilegios” y “fueros” que las ciudades, las regiones, los Gremios, la
nobleza y las Órdenes religiosas tenían. La nueva concepción política convertía
al Gobierno en instancia suprema. Más allá de la búsqueda de la Justicia o del
Bien Común se consideraba que por el mero hecho de existir, y de imponer Orden,
un gobierno debía ser aceptado. Por otra parte, este deber de los súbditos
hacia la Corona pasaba a ser considerado como casi religioso. Además, los
intelectuales del momento pensaban que el fin de los Gobiernos era promover el
desarrollo material, agilizar el comercio, promover la navegación, crear
puentes, caminos, incentivar las ciencias, etc. Para desarrollar la economía
era necesario favorecer a los sectores de la sociedad ligados al comercio y las
finanzas (burguesía). La misión humanística y justiciera del Poder era dejada
de lado. Esta política, abandonaba los fines religiosos del Estado, y lo
convertía en instancia suprema, aún sobre la misma Iglesia, secularizando la
vida social, apartando de los intereses políticos las preocupaciones
religiosas, orientando a sus pueblos hacia intereses puramente materiales.
Detrás de estas políticas se encontraban ministros que pertenecían a sectas
francmasónicas. Una de las medidas más perjudiciales tomadas durante este
período fue la campaña de hostilización contra la Compañía de Jesús, que
culminó en el decreto de expulsión de la Orden de todos los Reinos de la Corona
(por supuesto que este complot antijesuítico no debe reducirse sólo a la acción
de los Borbones españoles, ya que tuvo conexiones internacionales y fue
fomentado por las Logias que pululaban en la Europa de aquella centuria).
[5] file:///C:/Users/javie/Documents/Dialnet-LaFormacionDeLaDoctrinaPoliticaDelCarlismo-2127349.pdf
[6] Ayuso, Miguel. Carlismo para hispanoamericanos. Fundamentos
de la unidad política de los pueblos hispanos. Ediciones de la Academia.
Publicación de la Academia de Estudios Hispánicos “Rafael Gambra”. Buenos
Aires. 2007, p.9.
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