Afirma el padre Guillermo Furlong: “Confesamos sin rebozo que hay un santo en la historia general de la Iglesia y hay un prócer en la historia argentina, a quienes noblemente envidiamos. Nos referimos al Apóstol de los Gentiles, San Pablo, y al fraile argentino Francisco de Paula Castañeda. Y no sólo los envidiamos porque fueron varones ‘santos’, sino también porque fueron en verdad ‘varones’ esto es, hombres de principios firmes y macizos y de carácter vigoroso y valiente”[1].
Castañeda nació en
Buenos Aires en 1776. Hispano, rioplatense, porteño, fraile y franciscano.
Todas estas cualidades se dieron en él. En coherencia con estas identidades
reivindicó la justicia del movimiento iniciado en mayo de 1810, pero se opuso
con energía a aquellos que querían llevar el proceso hacia una ruptura contra
la tradición y las fuentes en que abrevaba nuestra cultura. En especial fue un
férreo antagonista de Bernardino Rivadavia.
Podemos admirar la figura del fraile
franciscano Francisco de Paula Castañeda, enfrentando a los ideólogos
innovadores que querían comenzar todo de cero. Explica el Padre Guillermo
Furlong que “lejísimo de utopías
soporíferas, de iniciaciones arcanas, de proyectos hinchados, no pocas veces
evidentes desvaríos (…) con que Rivadavia pretendía entontecer al vulgo, hasta
las máximas de libertad, de igualdad, de independencia, no eran para Castañeda
sino otras tantas zarandajas. Son, como expresó en una ocasión, ‘temas vanos e
insignificantes’.”[2]
Proponía el fraile una solución muy sencilla ante la anarquía desatada por
la Revolución: “lo que hace falta es que
los hombres todos aprendan a obedecer, primero a Dios y después a sus párrocos,
a sus alguaciles de barrio y a toda humana creatura por amor de Dios”[3].
En un sermón pronunciado en 1818 ante el Director Pueyrredón afirmó que lo que conviene a la vida social es “recibir la virtud del santo espíritu”, y que la verdadera libertad “consiste en tratarse (los hombres) como hijos, que son de un mismo Padre”. Se refiere luego a las “almas contemplativas (…) que buscando primero el reino de Dios y su justicia, logran por añadidura los bienes temporales de libertad, honor y fortuna”[4]. De este modo afirmaba el valor y la primacía que siempre ha tenido la vida contemplativa en la Civilización occidental, realidad que fue duramente atacada por las reformas rivadavianas contra la vida conventual durante la década del 20.
Como conclusión de lo expuesto, podemos
afirmar que los ideólogos e innovadores procuraron establecer la vida social
sobre la trilogía masónica: Libertad,
Igualdad, Fraternidad; entendidos estos conceptos en forma abstracta, y
forzando a la realidad para imponerlos, desencadenando como contrapartida, el
caos y el desorden. En tanto que Castañeda frente a la idea de la Libertad del
Individuo y su Igualdad con los otros –entendidos como átomos asociados a
partir de un contrato-, propone el Mando entendido como “función paterna”: la Paternidad divina se refleja en los hombres
que en la sociedad cumplen la función de Jefatura. Por eso habla de que “somos hijos de un mismo Padre”,
debiéndose ver en los que mandan (“párrocos,
alguaciles”) la imagen de dicho Padre. Las relaciones humanas se
construyen, por tanto, no a partir de los principios de Libertad e Igualdad, sino
de Paternidad y Filiación; cuando estos dos principios se logren afirmar, los
hombres dejarán de verse como enemigos para verse como “hijos de un mismo Padre”, y por tanto, se habrá logrado alcanzar
la auténtica Fraternidad. O sea: Libertad, Igualdad y Fraternidad, de un
lado; Paternidad, Filiación y
Fraternidad, del otro. Y como
fundamento de esto último, una vida humana fundada en la contemplación y no en el utilitarismo.
[1] Furlong, Guillermo. Fray Francisco de Paula Castañeda. Un testigo de la naciente Patria Argentina. 1810-1830. Ediciones Castañeda. San Antonio de Padua, Provincia de Buenos Aires. 1994, p. 24.
[2] Íbidem.
[3] Íbidem.
[4] Íbidem.
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