EL LIBERALISMO CONTRA LA ARGENTINA TRADICIONAL

El siglo XIX se caracterizó, sobre todo en su segunda mitad,  por el avance de las ideas liberales en todo Occidente[1]. El mundo antiguo se defiende contra las innovaciones. La lucha entre tradicionalismo y liberalismo atraviesa la centuria, y la Argentina no fue ajena a dicha pugna. El triunfo liberal arrincona a la Tradición y la combate, no solo en sus fundamentos teológicos, filosóficos, políticos o sociales, sino hasta en la estructura urbana de la ciudad porteña. Manuel Bilbao en sus Tradiciones y recuerdos de Buenos Aires” nos describe la situación:

      “En el pasado, nuestros hombres hicieron la patria que hoy vemos grande y respetada. Sacrificaron todo. No esperaron bienes materiales que retribuyeran sus esfuerzos. Tenían la satisfacción del deber cumplido y casi todos murieron pobres. Muchos de ellos lejos de la patria que habían formado. Sólo confiaron en que la posteridad les recordara con afecto, como actuantes y actores más o menos destacados de su tiempo. Confiaron en la gratitud de la posteridad. No diremos que somos en absoluto desagradecidos, pero tenemos que reconocer que no hemos sido del todo agradecidos a sus esfuerzos y sacrificios.

     El fuerte, la casa de Rosas, el viejo Colegio Nacional de la calle Bolívar y mil otras cosas que han desaparecido, no han debido tocarse. Sólo el Cabildo mutilado queda en pie, esperando su demolición o su reconstrucción de acuerdo con los tiempos, conservando su arquitectura y espíritu como símbolo de lo que fue. Sería un acto de verdadera justicia que quedara para las generaciones venideras como algo de los tiempos viejos...

     En un país como el nuestro...el culto de la tradición debe ser mantenido al igual de lo que sucede en los viejos pueblos de Europa, que se enorgullecen por ello con muy justa razón...

     Conservamos la tradición del hogar, sin los rigores de los pasados tiempos en los que el respeto a los mayores y el principio de autoridad eran sagrados...

     Esta sociedad, que tuvo sus defectos, exageraciones y ridiculeces...ha sido la que ha formado la masa del pueblo argentino tanto en la capital como en las provincias, y si en nuestros días estas líneas se encuentran debilitadas, no es sólo por el progreso, que no hace mal, sino por el mal entendido modernismo, que entiende que lo antiguo es retrógrado, que hay que extirparlo, sin tener en cuenta  que lo bueno y lo malo han sido lo mismo en todos los tiempos, y nos brinda en su reemplazo la licencia, la igualdad mal entendida de clases, y el materialismo que todo lo invade, nada respeta...”[2]

     Esta transformación de la vieja Argentina operada por obra del liberalismo fue profunda. Buenos Aires fue la metrópoli más afectada por el cambio. De la vieja aldea era poco lo que podía recordarse al celebrarse el primer centenario de la Revolución de Mayo. El progreso material que se había alcanzado se exteriorizó a través de muchas manifestaciones: “Buenos Aires era la expresión más elocuente del país, de su prosperidad, bienestar y cultura. Era una gran capital con un millón trescientos mil habitantes, tan activa y animada como París. La pavimentación de las calles, la extensión de los servicios públicos, las líneas de tranvías y alumbrado eléctrico”[3]. Pero por debajo de esa corteza de “progreso”, de bienestar, y de promesa de “felicidad”, se escondía una profunda crisis espiritual. Tal vez la palabra que mejor describa a esta situación sea: decadencia[4]. La caída de Rosas en Caseros, orquestada por los enemigos internos y externos de la Nacionalidad, significó el triunfo del Liberalismo extranjerizante. El llamado período de la Organización Nacional se llevó adelante implementando las propuestas de los ideólogos Alberdi y Sarmiento[5]. La influencia de la Masonería liberal llevó a que los sectores dirigentes de la Nación dieron la espalda al país que sus antepasados habían ayudado a gestar. El régimen democrático favoreció, además, un Estado burocrático, repleto de funcionarios públicos, que vivían -y viven- a costa de los recursos fiscales. Favores políticos a cambios de votos fue, a partir de ese momento una constante. Por otra parte, la promoción de una libertad ideológica irrestricta permitió la difusión de las ideas más disolventes, creando un ambiente de luchas de clases y de permanente conflicto social. Sumemos a esto que la concepción individualista y contractual del cuerpo social, propia del liberalismo, desdibujó la identidad profunda de las Patrias, y podremos entender cómo muchas sociedades, entre ellas la Argentina de comienzos del 1900, terminaron conformando una especie de Babel. Como si todo esto fuera poco, el progreso material logrado, y las importantes riquezas acumuladas por gran parte de los miembros de la elite, provocaron un estilo de vida frívolo y superficial: “En 1910 comienzan a transformarse las costumbres simples (...) Un nuevo impulso lleva a los hombres a romper los cuadros de la rígida existencia patricia. El placer de la vida sencilla, las disciplinas religiosas, la residencia en la propia tierra campesina eran vínculos que había que desatar para lanzarse a los viajes, al lujo, a gozar de los halagos y placeres físicos, a llevar un nuevo modo de vida que ofrecía el dinero fácilmente logrado. La sociedad porteña, de indudable fondo cristiano y de severas costumbres, descubre otros horizontes y alimenta distintas aspiraciones. Después de haber soñado con el Paraíso, la riqueza los estimula a buscar la felicidad en la tierra”[6].


Buenos aires colonial kamy y brenda

[1] Rafael Gambra, en su obra La primera guerra civil de España. 1821-1823. Historia de una lucha olvidada, se refiere a la perplejidad que les causa a muchos españoles los relatos de los libros de Historia cuando se refieren al caótico siglo XIX español. Cosa que podemos aplicar a nuestro caso. “Parece como si de esa parte de la historia quedase sólo el cuerpo, la forma exterior, pero faltase el alma...” (Editorial Nueva Hispanidad, Buenos Aires-Santander, 2006, p. 25). Lo que está por debajo de tantos pronunciamientos, caídas de gobiernos, guerra civiles, es el conflicto entre el “antiguo mundo” y la modernidad iluminista, encarnada en la ideología liberal. El magisterio socio-político de los Papas del siglo XIX es elocuente al respecto: “Sabiendo Nos que se han divulgado, en escritos que corren por todas partes, ciertas doctrinas que niegan la fidelidad y sumisión debidas a los príncipes, que por doquier encienden la antorcha de la rebelión, se ha de trabajar para que los pueblos no se aparten, engañados, del camino del bien. Sepan todos que, como dice el Apóstol, toda potestad viene de Dios y todas las cosas son ordenadas por el mismo Dios. Así, pues, el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios, y los que resisten se condenan a sí mismos. Por ello, tanto las leyes divinas como las humanas se levantan contra quienes se empeñan, con vergonzosas conspiraciones tan traidoras como sediciosas, en negar la fidelidad a los príncipes y aun en destronarles.” (Gregorio XVI, Mirari Vos); “Pero las dañosas y deplorables novedades promovidas en el siglo XVI, luego de trastornar, ante todo, las cosas de la religión cristiana, por natural consecuencia pasaron luego a la filosofía, y por ésta a todos los órdenes de la sociedad civil. De aquí, como de su fuente, se derivaron aquellos modernos principios de libertad desenfrenada, inventados en la gran evolución del pasado siglo y propuestos como base y fundamento de un derecho nuevo, nunca jamás conocido, y que disiente en muchas de sus partes no solamente del derecho cristiano, sino también del natural.” (León XIII, Immortale Dei).

[2] Bilbao, Manuel. Op. Cit., 69, 71, 79-82. Queda claro que el liberalismo se ha caracterizado históricamente por ser impío. Impío en el sentido de no guardar la virtud de la piedad,  la cual nos manda honrar y tener la devoción que corresponde a nuestros mayores, a los padres fundadores, a la Patria, a la Tradición, a todo aquello que está en nuestro origen, y que tiene su fundamento en Dios mismo, primer destinatario de la virtud de la que tratamos.

[3] Cárcano, Miguel. Sáenz Peña. La Revolución por los comicios, 13.

[4] César Pico publicó un artículo en La Nación del 25 de diciembre de 1927 sobre “El problema de oriente y occidente”, donde nos da la clave para entender dicha decadencia. Siguiendo a Nicolás Berdiaeff distingue los conceptos de cultura y de civilización: “El primero se relaciona especialmente con el desarrollo espiritual, mientras que el segundo importa, ante todo, el progreso técnico y material”. En la cultura se da “el predominio de la inteligencia” –una inteligencia abierta a la contemplación desinteresada del Ser-. Mientras que la etapa de civilización que sucede a la de cultura es “un período de extinción progresiva de las fuerzas creadoras, de debilitamiento y retracción del espíritu”, caracterizada por “la higiene, la técnica, la democracia política, el imperialismo económico”. El momento culminante de esta evolución fue, según Berdiaeff, “el siglo XIX, el siglo empirista y científico por excelencia”.

[5] “Un puñado de masones estratégicamente ubicados, invocando la democracia y la libertad, logró imponer a la Nación Argentina las condiciones de su descomposición moral y de su sometimiento al imperialismo plutocrático.” (Genta, Jordán. Guerra Contrarrevolucionaria).

[6] Cárcano, M. A. Sáenz Peña. La Revolución...,


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