Don Juan Vázquez de Mella levantó la bandera de la tradición hispana frente a la Revolución liberal.
Rafael Gambra nos señala que tras las guerras que siguieron en España a la irrupción de la Revolución Francesa –período en el que se fue constituyendo el movimiento tradicionalista encarnado en el carlismo-, se llegó finalmente a un período de paz representado por la instauración de la Monarquía liberal Alfonsina en 1875. Esta paz se prolongó hasta la década del 30 del siglo XX. Durante este período el impulso restaurador tradicionalista se vio frenado. Sin embargo, en medio de la pesadez del espíritu liberal que domina la época emerge la figura egregia de don Juan Vázquez de Mella, quien con su voz atronadora mantendrá viva, en el seno de las Cortes, la llama de la Tradición[1]. El mismo Vázquez de Mella se encargará de explicar que Tradición no significa inmovilidad, sino que es el fundamento de todo auténtico progreso: “Una generación, si es heredera de las anteriores, que le transmiten por tradición lo que han recibido, puede recogerla y hacer lo que hacen los buenos herederos: aumentarla y perfeccionarla, para comunicarla mejorada a sus sucesores.”[2]
Frente al proyecto liberal centralista levantará las banderas de la Monarquía tradicional, de la sociedad orgánica y corporativa –tanto frente al individualismo liberal como al colectivismo socialista-, de la Patria unida pero con sus regiones particulares –cada una con los fueros correspondientes-, y, por encima de todo, la Fe anclada en lo más profundo del alma española:
“Vázquez de Mella no sería el ‘Verbo de la
tradición’ si no hubiera advertido lo que la estructuración social política de
España debe a los principios religiosos: ‘Cuando la unidad de la patria irradió
del altar y penetró en todos los pueblos y en todas las clases, entonces fue
cuando la síntesis religiosa, la síntesis artística y moral que llevaban los
hombres medievales en el fondo de su espíritu, trató de realizarse y
exteriorizarse, y buscó su símbolo; y la síntesis cristiana, que es la más
grande de todas las que han aparecido y aparecerán en la historia, la que resuelve
los problemas que el sepulcro plantea y la cuna traza, la que resuelve los
problemas del origen y del fin del hombre, y de las reglas de conducta, y marca
sus relaciones con Dios y con sus semejantes; esa síntesis, que lo va dominando
todo y que ha llegado a posesionarse de las almas, tenía que trascender de
algún modo a la vida exterior…’
Estamos ya sobre la pista de un principio:
la fe, que se convierte en el alma invisible de la Patria (…).”[3]
Desde
esta postura llevará a cabo una crítica severa del liberalismo, con sus
“libertades de perdición”:
-La libertad de pensamiento y de palabra, cuando se
rebela contra la autoridad de Dios.
-La idea de la "soberanía popular", en su
aspecto individual y colectivo, cuando se rebela contra la autoridad legítima.
-La libertad económica, cuando sirve de pretexto para atropellar la justicia y la caridad.
Estas
libertades son expresión del "derecho nuevo", que el liberalismo
difundió a partir del siglo XIX, y que se contrapone claramente al derecho
fundado en los grandes principios metafísicos y teológicos de la Tradición
cristiana de Occidente.
[1] Juna Vázquez de Mella. El Tradicionalismo español. Ideario social y
político. Estudio preliminar y notas de Rafael Gambra. Ediciones Dictio.
Buenos Aires. 1980.
[2] Obras completas. T. IV, p.394, citado por Rubén Calderón Bouchet. Tradición, revolución y restauración en el
pensamiento político de Don Juan Vázquez de Mella. Editorial Nuevo Orden.
Buenos Aires. 1966, p. 27.
[3] Ibídem, p. 33.
Muy bueno.
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