La civilización surgida en torno al “Mare Nostrum” era producto de la rica cultura desarrollada por los griegos y del poder imperial -fundado en la fuerza y en el derecho- de los romanos. En ese contexto irrumpen en el siglo I un grupo de pescadores que anuncian una nueva fe y que van conformando pequeñas comunidades que adhieren a sus enseñanzas en las principales ciudades del sector oriental del Imperio, expandiéndose luego a la misma Roma. Si bien dejamos asentado el origen pescador de los principales apóstoles, pronto comenzó a destacarse uno que no era parte del grupo original y que tenía una profunda formación intelectual en el fariseísmo al que renunció para abrazar la Fe en Cristo, estamos hablando de San Pablo.
Grecia, Roma, el cristianismo: he ahí los fundamentos de Occidente. Pero en un principio no fue tan clara esta relación. Y la nueva religión debió sortear grandes dificultades. Enumeremos algunas:
-Desde el punto de vista cultural, la desconfianza con la que era mirada por quienes sostenían el fundamento simbólico del viejo mundo: por un lado, los representantes de los viejos cultos paganos; por otro, aquéllos que procuraban iluminar la realidad a través de su razón, es decir los filósofos -en el período que estamos describiendo eran muy influyentes las corrientes neoplatónicas-.
-Desde el punto de vista político, el Imperio comenzó a desconfiar de quienes adoraban a un sólo Dios y se negaban a rendir pleitesía al Emperador. Pronto los cristianos fueron puestos fuera de la Ley, y debieron soportar en distintos momentos de esos tres siglos crueles persecuciones.
-También hubo que hacer frente a cuestionamientos que provenían del ámbito judío, donde había nacido la nueva religión.
-Otro problema fueron las corrientes internas que se desviaban del núcleo de fe predicado por los apóstoles, y que terminaban adhiriendo a formas neoplatónicas que ponían el acento no en la novedad del mensaje cristiano -centrado en la figura de Jesús- sino en un conocimiento al que accederían a través de alguna forma de iniciación un pequeño grupo selecto: el gnosticismo.
En ese mundo, los cristianos experimentaron la necesidad de dar una respuesta a tantos cuestionamiento y hacer una defensa -apología- de su fe. Los grandes apologistas del siglo II fueron San Justino y San Ireneo de Lyon. Ellos se vieron obligados a hacer una profunda reflexión valiéndose de algunas herramientas intelectuales de aquel ambiente cultural. Sin embargo, no nos detendremos ahora en su respuesta apologética, sino que intentaremos describir algunos de los rasgos de las primeras comunidades cristianas, y algún texto de ellos nos ilustrará. En primer lugar, los cristianos creían en la renovación radical del ser humano obrada por el misterio pascual, muerte y resurrección de Cristo. La puerta de entrada a la comunidad de los redimidos era el Bautismo, administrado en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Una vez iniciado a través de dicho rito el creyente ya podía participar del acto de culto central, la Eucaristía. Nos dice al respecto San Justino:
“El día llamado del sol (domingo) se reúnen todos en un lugar, lo mismo los que habitan en la ciudad que los que habitan en el campo, y, según conviene, se leen los recuerdos de los apóstoles y los escritos de los profetas… Luego, cuando el lector termina, el que preside se encarga de amonestar con palabras de exhortación a la imitación de cosas tan admirables. Después nos levantamos todos a la vez, y recitamos las preces, y a continuación, como ya dijimos, una vez que se concluyen las plegarias, se trae pan, vino y agua. El que preside pronuncia con toda su fuerza preces y acciones de gracias y el pueblo responde ‘amén’, tras lo cual se distribuyen los dones sobre los que han pronunciado la acción de gracias, comulgan todos, y los diáconos se encargan de llevarlos a los ausentes.”
Por otra parte San Ireneo de Lyon sostiene:
“Cuando la copa de vino mezclado con agua y el pan preparado por el hombre reciben la Palabra de Dios, se convierten en la eucaristía de la sangre y del cuerpo de Cristo y con ella se sostiene y se vigoriza la substancia de nuestra carne, ¿cómo pueden, pues, pretender los herejes que la carne es incapaz de recibir el don de Dios, que consiste en la vida eterna, si esta carne se nutre con la sangre y el cuerpo del Señor y llega a ser parte de este mismo cuerpo?”
Comentarios
Publicar un comentario