"… en el confesionario no debemos hacer gala de cultura, ni debemos extendernos en explicaciones, pues estropearíamos lo que el Señor va haciendo». Es lo que recomendaba el padre Leopoldo Mandic, el confesor de la misericordia de Dios..."
por Stefania Falasca
Confesarse con él duraba poco. Mejor dicho, poquísimo. No se extendía nunca en palabras, explicaciones, discursos. Había aprendido del Catecismo de san Pío X que la brevedad es una de las características de una buena confesión. Y, sin embargo, su confesionario fue durante más de cuarenta años una especie de puerto de mar para las almas. Muchos eran los que iban asiduamente. El padre Leopoldo estaba siempre allí, doce, trece, quince horas al día. Confesaba y absolvía oves et boves, es decir, a todos. Y de su amable delicadeza, de su humildad sencillísima y confiada en la infinita misericordia de Dios y en la acción de la gracia que obra mediante los sacramentos, son testigos los que le conocieron. Su celda-confesionario sigue como estaba y donde estaba, al lado de la iglesia de la Santa Cruz, en el convento de los frailes Capuchinos de Padua. Una pequeña habitación con todas las pocas cosas que configuraron su vida: un reclinatorio, un crucifijo, una imagen de la Virgen, la estola y una silla. Ni siquiera la furia de los bombardeos, que en mayo de 1944 destruyeron la iglesia y el convento, consiguió demolerla. De tanta destrucción sólo este confesionario salió milagrosamente indemne. Dos años antes de su muerte, ocurrida el 30 de julio de 1942, el padre Leopoldo, hablando con un amigo, había vaticinado los bombardeos contra Padua. «¿Y este convento?», preguntó aquel señor; «Padre, ¿también sobre este convento caerán las bombas?». «Por desgracia, también nuestro convento sufrirá graves daños», respondió con un hilo de voz el padre Leopoldo. «…Pero esta celda no, ésta no. Aquí el Señor Dios ha dado tanta misericordia a las almas… debe quedar como monumento de su bondad».
Leopoldo Mandic fue proclamado santo el 16 de octubre de 1983. Elevado al honor de los altares vox populi. Desde su muerte a la canonización pasaron sólo 41 años: una de las canonizaciones más rápidas de nuestro siglo.
De noble estirpe bosnia
Nacido en 1866 en Dalmacia, en la ciudad de Castelnuovo di Cattaro, Adeodato Mandic era de noble estirpe bosnia. Toma el nombre de fray Leopoldo al entrar en el seminario de los frailes Capuchinos de Bassano del Grappa. A la edad de veinticuatro años es ordenado sacerdote y desde este momento en adelante, primero en Venecia, luego en Bassano, Thiene, y desde 1909 establemente en Padua, atiende por completo al sacramento de la penitencia. Para sus superiores no podía hacer nada más: estatura, un metro y treinta y ocho centímetros, constitución muy débil, lento y algo torpe en sus andares… Físicamente era poco y además se comía las palabras, y este defecto se sentía sobre todo cuando rezaba o tenía que repetir las fórmulas de memoria, tanto era así que en público no podía decir ni un «oremus». Lo que no deja de ser curioso en una orden de predicadores como la de los Capuchinos. «Muchas veces», recordó durante la causa de santificación otro capuchino, «él mismo se asombraba de que profesores universitarios, hombres importantes, personas de prestigio vinieran a él, “pobre fraile”; y con gran humildad, lo atribuía todo a la gracia del Señor que por medio de él, “desgraciado ministro lleno de defectos”, se digna hacer el bien a las almas». Todos los que le conocieron recuerdan su humildad sincera, llena de reconocimiento y gratitud. En Padua, un Domingo de Resurrección por la noche un joven sacerdote se encontró con el padre Leopoldo, que casi no se tenía en pie por el cansancio de las muchas horas pasadas en el confesionario. Con tono de filial compasión le dijo: «Padre, qué cansado está…»; «y qué contento…», le respondió con dulzura. «Demos gracias al Señor y pidámosle perdón, porque se ha dignado permitir que nuestra miseria esté en contacto con los tesoros de su gracia».
Delante de la puertecita de su confesionario todos los días le esperaba un numeroso grupo de personas de todas las clases sociales. Analfabetos y rudos campesinos, profesionales, sacerdotes y religiosos, magnates de la industria y profesores, todos esperaban en silencio su turno y a todos ellos el padre Leopoldo los acogía con la misma solicitud y la misma delicada discreción, especialmente a quien se acercaba a la confesión después de mucho tiempo. «Hola, pase… le esperaba ¿sabe?…», le dijo un día a un señor de Padua que desde hacía muchos años no se acercaba a los sacramentos. Y el pobre hombre quedó tan aturdido que al entrar en el confesionario, en vez de arrodillarse se sentó en la silla del fraile. El padre Leopoldo no dijo nada, se puso de rodillas él en lugar del penitente y escuchó así su confesión. Su delicadeza le llevaba a no humillar inútilmente; comprendía la fragilidad humana: «No se preocupe, mire, yo también, aunque soy fraile y sacerdote, soy tan miserable», le dijo a otro penitente. «Si el Señor Dios no me tirara de la rienda me comportaría peor que los demás… No tenga miedo». Y a otro que tenía graves culpas que confesar y le costaba mucho desembuchar, decir ciertas miserias: «Somos todos pobres pecadores: Dios tenga piedad de nosotros…». Se lo dijo con un tono que el hombre se sintió inmediatamente animado a confesarse con sinceridad. A menudo les repetía a los penitentes: «La misericordia de Dios es superior a toda expectativa». «Dios prefiere el defecto que lleva a la humillación antes que la corrección orgullosa».

«No estropeemos con nuestras explicaciones lo que el Señor obra»
Creyendo firmemente en la eficacia de la gracia que el Señor mismo comunica mediante los sacramentos, el padre Leopoldo sólo en una cuestión fue irrevocable: la brevedad de la confesión. A veces, en los días que no iba mucha gente, se entretenía incluso media hora con alguien, o bien porque se interesaba por sus estudios o por su trabajo, o bien porque se detenía a hablar con los clérigos o las almas que lo solicitaban como guía espiritual. Pero la confesión, en cuanto tal, era siempre breve. Y los penitentes atestiguan su brevedad y sencillez. Escribe un monseñor de Padua: «La confesión con el padre Leopoldo era normalmente brevísima. Escuchaba, perdonaba, no decía muchas palabras, a menudo usaba el dialecto cuando hablaba con personas no muy instruidas, algún proverbio, una mirada al crucifijo, a veces un suspiro. Sabía que las confesiones que duran mucho menoscaban el dolor, y son, la mayor parte de las veces, satisfacción del amor propio. Por tanto, su modo de confesar se atenía a las indicaciones del catecismo de la doctrina cristiana». Escribe el padre en una carta dirigida a un sacerdote: «Perdóneme, padre, perdóneme si me permito… pero mire, nosotros, en el confesionario, no debemos hacer gala de cultura, no debemos hablar de cosas superiores a la capacidad de cada alma, ni debemos extendernos en explicaciones, porque si no, con nuestra imprudencia, estropeamos lo que el Señor va obrando en ellas. ¡Es Dios, únicamente Dios quien obra en las almas! Nosotros debemos desaparecer, limitarnos a ayudar esta divina intervención en los misteriosos caminos de la salvación y santificación». tres Gloria Patri. Poco daba a los laicos alejados de la vida de la Iglesia, y poco daba también a las almas que por su vocación tienen tantas oraciones que decir todos los días. Un día le dijo un sacerdote si podía satisfacer el deseo de una joven bondadosa de ponerse algún instrumento de penitencia. El buen padre respondió en seguida que no era un deseo que había que secundar. «Perdone, padre, usted no la conoce: no es un alma cualquiera, es un alma de oro, seria…». El padre Leopoldo con decisión se mantuvo en sus trece. El otro insistía. Entonces el prudente confesor le hizo esta pregunta: «Permítame, permítame: ¿lleva usted el cilicio?». «¡No!». «¿Entonces? Querido padre, acostumbremos a los penitentes a obedecer los mandamientos de Dios y a sus deberes. ¡Ya es bastante! ¡Y los hierros, fuera!».
El padre Leopoldo era también magnánimo con la absolución: no se la negaba a nadie. Y siempre se arrepintió de las pocas veces que lo hizo. Unos días antes de morir un sacerdote le preguntó: «Padre, ¿hay algo que le haya provocado mucha pena?». El padre respondió: «¡Oh! Sí… por desgracia sí. Cuando era joven, en los primeros años de sacerdocio, negué tres o cuatro veces la absolución».

«Que descansen… yo lo haré por ellos»
Todo el mundo le conocía por su bondad: «El padre Leopoldo, ¡oh bendito! Ese sí que es bueno. Es un santo», decía la gente. Así que en 1923, cuando sus superiores lo trasladaron a Fiume, para los paduanos fue un día de luto ciudadano. Tanto se empeñaron, y tanto insistieron que los superiores tuvieron que cambiar su decisión y devolverlo después de poco tiempo a Padua. También los jóvenes clérigos lo querían. En 1910, el año siguiente de su llegada a Padua, el padre Leopoldo fue nombrado director de los clérigos del seminario mayor de los Capuchinos. Pero muy pronto lo eximieron de este cargo. Narra un fraile: «Nutría mucho afecto por los seminaristas y se mostraba muy paternal con ellos y los animaba siempre exhortándoles en la esperanza. Nuestra regla era muy austera. A la una de la madrugada nos levantábamos para los maitines y en invierno, con el frío, costaba mucho… Y él pensaba en esos pobrecitos jóvenes… Recuerdo que más de una vez el padre Leopoldo iba a decirle al padre superior que anticipara el rezo de los maitines a la noche: “Superior, mire que está noche hará frío…”. “Pero padre, no estamos bajo cero”. “No, pero esta noche lo estaremos…”. “Dejémosles dormir”, decía al superior, “que descansen… yo lo haré por ellos”. Y se preocupaba de su salud, que comieran bien, que los superiores no les reprendieran por alguna falta durante la comida, como se acostumbraba a hacer». Escribe el entonces superior general de los Capuchinos: «Sabiendo lo mucho que le quería, tenía gran confianza en mí y a menudo me decía: “Padre provincial, si me permite, trate de no agravar la conciencia de los frailes, sobre todo de los jóvenes frailes, con prescripciones que no sean propiamente necesarias, porque, mire, luego las prescripciones de los superiores hay que observarlas. Si no son necesarias son un lazo para los débiles… Perdóneme, perdóneme…».
De la misericordia, del amor que cabía en el corazón del pequeño fraile, incluso para los que no lo merecían, es testimonio este doloroso hecho que concierne a un clérigo expulsado bruscamente del convento por haber cometido deliberadamente actos gravísimos. Lo refiere un sacerdote: «Al ir al convento me encontré con el padre Leopoldo que acaba de salir del hospital. Me llamó a su confesionario y me suplicó, en nombre de Dios, que acogiera a ese “pobrecito” y que le rogara al superior de la casa de tratarlo bien para salvar por lo menos su fe. Llorando me dijo varias veces: “¡Que se salve la fe, que se salve la fe!”. Luego, trabándosele la lengua por la emoción, siguió diciendo: “dígale, dígale a ese pobrecito que yo rezaré por él. Dígale que mañana en la santa misa me acordaré de él, mejor, dígale mejor que la celebraré para él y le bendeciré siempre. dígale que el padre Leopoldo le quiere siempre…». Me conmoví al ver un corazón tan repleto de caridad evangélica. Solamente las madres hallan expresiones tan vivas cuando un hijo degenerado se aleja de ellas». Pero a alguien esta bondad sin medida le pareció excesiva condescendencia y comenzó a arrugar el ceño.
«Señor, este mal ejemplo me lo habéis dado vos»
Comenzaron así las críticas por la largueza con la que trataba a los penitentes, incluso a los más reincidentes en la culpa, por la generosidad del perdón. Le reprochaban que era demasiado superficial y que llegaba incluso a conformarse con una acusación sumaria, por lo que le tachaban de relajamiento de los principios morales. A los clérigos se les desaconsejó abiertamente que se confesaran con él. Las críticas llegaron a oídos del pequeño fraile y un día le dijo un sacerdote: «Padre, usted es demasiado bueno… rendirá cuentas al Señor.… ¿No teme que Dios le pida que responda de su excesiva largueza?». El padre Leopoldo señalando el crucifijo respondió: «¡Él nos ha dado el ejemplo! No somos nosotros los que hemos muerto por las almas, sino Él quien ha derramado su sangre divina. Así que tenemos que tratar a las almas como Él nos ha enseñado con su ejemplo. ¿Por qué tenemos que humillar más a las almas que vienen a postrarse a nuestros pies? ¿No están ya bastante humilladas? ¿Acaso humilló Jesús al publicano, la adultera, la Magdalena?». Y abriendo los brazos añadió: «Y si el Señor me reprochase mi demasiada largueza le podría decir: “Señor, este mal ejemplo me lo habéis dado vos, muriendo en la cruz por las almas, impulsado por vuestra divina caridad”».
«Me dicen que soy demasiado bueno», le escribe a un sacerdote amigo suyo, «pero si alguien viene a arrodillarse delante de mí, ¿no es prueba suficiente de que quiere recibir el perdón de Dios?».
Pronto se acallaron las críticas. El entonces canónigo lectoral de Padua, monseñor Guido Bellincini, envió inmediatamente una carta al convento del padre Leopoldo: «Gran generosidad de corazón es la vuestra, queridísimo padre, y no relajación de principios morales, sino comprensión de la fragilidad humana y confianza en los inagotables tesoros de la gracia: que no es condescendencia o indiferencia ante las culpas, sino longanimidad concedida al pecador, para que no pierda la esperanza en sus posibilidades de recuperación y se reafirme en sus buenos propósitos. Demos gracias a Dios porque hace las cosas bien: ha querido que fuera confesor y juez un simple hombre y no un Ángel del cielo. ¡Ay de nosotros si el confesor fuera un Ángel: qué riguroso y terrible sería! El hombre, en cambio, comprende al hombre, y los sacramentos son para los hombres».
En mayo del 35 el padre Leopoldo celebró sus cincuenta años de vida religiosa. Es inútil decir que recibió muchas manifestaciones de afecto en ese día. Nunca se hubiera imaginado que le iban a tratar así, él, que era la personificación de la discreción. ¡Honor sequitur fugientes! Nunca, en efecto, ni durante su vida ni después de su muerte, suscitó su fama de santidad en torno a su figura publicidad ruidosa o fanatismo. Los dones extraordinarios y las grandes obras que por medio de él el Señor se dignó realizar, sucedían en silencio, sin que casi nadie se diera cuenta. Y lo demuestra que muchos de sus hermanos de hábito, como dijeron durante el proceso, se dieron cuenta solamente después de su muerte: «Yo mismo no lo hubiera pensado nunca, porque durante su vida no me parecía nada extraordinario. El padre Leopoldo era un fraile ejemplar, pero nada más».
Por este «nada más», muchos obtuvieron de él, incluso cuando vivía, gracias y milagros, muchos “peces gordos”, el arrepentimiento hasta el don de las lágrimas, mucha gente anónima cruzó la puertecita de su confesionario… Muchos recordarán durante toda la vida su abrazo, su mirada… Y él todo lo confiaba a María, a la que todo le ha sido perdonado con antelación. ¿Cuántas horas de la noche pasó rezando por esas almas? ¿Cuántas veces el padre guardián lo encontró antes del alba arrodillado en la penumbra de la capilla ante la estatua de la Virgen? Con ella tenía gestos de ternura infantil y la besaba e imploraba llorando como un niño.
En los últimos años, enfermo de cáncer de esófago, las oraciones a su «querida Señora celestial» rebosan de conmovedora ternura: «Tengo necesidad extrema», escribe a un amigo, «que Ella, mi dulcísima Madre celestial se digne tener piedad de mí. Que su corazón de madre se digne mirar a este pobre; se digne tener piedad de mí». Y a sus confidentes les pedía que rezaran a la Virgen para que el sufrimiento que le causaba la enfermedad no le impidiera atender a las confesiones: «Y suplíquela», pedía, «suplique a su corazón de madre que pueda servir hasta el final y humildemente a Cristo Señor según la naturaleza de mi ministerio… Todo, todo por la salvación de las almas… Todo por la gloria de Dios».
La madrugada del 30 de julio quiso celebrar misa, pero a causa de su debilidad lo volvieron a meter en la cama. Sintiendo que las fuerzas lo abandonaban les pidió a sus hermanos que entonaran la Salve Regina. Al llegar a los versos finales se incorporó con los ojos llenos de lágrimas… Dulcis Virgo Maria, oh dulce Virgen María. Fue su último aliento. La noche anterior había confesado a cincuenta personas. La última, a
Leopoldo Mandic fue proclamado santo el 16 de octubre de 1983. Elevado al honor de los altares vox populi. Desde su muerte a la canonización pasaron sólo 41 años: una de las canonizaciones más rápidas de nuestro siglo.
De noble estirpe bosnia
Nacido en 1866 en Dalmacia, en la ciudad de Castelnuovo di Cattaro, Adeodato Mandic era de noble estirpe bosnia. Toma el nombre de fray Leopoldo al entrar en el seminario de los frailes Capuchinos de Bassano del Grappa. A la edad de veinticuatro años es ordenado sacerdote y desde este momento en adelante, primero en Venecia, luego en Bassano, Thiene, y desde 1909 establemente en Padua, atiende por completo al sacramento de la penitencia. Para sus superiores no podía hacer nada más: estatura, un metro y treinta y ocho centímetros, constitución muy débil, lento y algo torpe en sus andares… Físicamente era poco y además se comía las palabras, y este defecto se sentía sobre todo cuando rezaba o tenía que repetir las fórmulas de memoria, tanto era así que en público no podía decir ni un «oremus». Lo que no deja de ser curioso en una orden de predicadores como la de los Capuchinos. «Muchas veces», recordó durante la causa de santificación otro capuchino, «él mismo se asombraba de que profesores universitarios, hombres importantes, personas de prestigio vinieran a él, “pobre fraile”; y con gran humildad, lo atribuía todo a la gracia del Señor que por medio de él, “desgraciado ministro lleno de defectos”, se digna hacer el bien a las almas». Todos los que le conocieron recuerdan su humildad sincera, llena de reconocimiento y gratitud. En Padua, un Domingo de Resurrección por la noche un joven sacerdote se encontró con el padre Leopoldo, que casi no se tenía en pie por el cansancio de las muchas horas pasadas en el confesionario. Con tono de filial compasión le dijo: «Padre, qué cansado está…»; «y qué contento…», le respondió con dulzura. «Demos gracias al Señor y pidámosle perdón, porque se ha dignado permitir que nuestra miseria esté en contacto con los tesoros de su gracia».
Delante de la puertecita de su confesionario todos los días le esperaba un numeroso grupo de personas de todas las clases sociales. Analfabetos y rudos campesinos, profesionales, sacerdotes y religiosos, magnates de la industria y profesores, todos esperaban en silencio su turno y a todos ellos el padre Leopoldo los acogía con la misma solicitud y la misma delicada discreción, especialmente a quien se acercaba a la confesión después de mucho tiempo. «Hola, pase… le esperaba ¿sabe?…», le dijo un día a un señor de Padua que desde hacía muchos años no se acercaba a los sacramentos. Y el pobre hombre quedó tan aturdido que al entrar en el confesionario, en vez de arrodillarse se sentó en la silla del fraile. El padre Leopoldo no dijo nada, se puso de rodillas él en lugar del penitente y escuchó así su confesión. Su delicadeza le llevaba a no humillar inútilmente; comprendía la fragilidad humana: «No se preocupe, mire, yo también, aunque soy fraile y sacerdote, soy tan miserable», le dijo a otro penitente. «Si el Señor Dios no me tirara de la rienda me comportaría peor que los demás… No tenga miedo». Y a otro que tenía graves culpas que confesar y le costaba mucho desembuchar, decir ciertas miserias: «Somos todos pobres pecadores: Dios tenga piedad de nosotros…». Se lo dijo con un tono que el hombre se sintió inmediatamente animado a confesarse con sinceridad. A menudo les repetía a los penitentes: «La misericordia de Dios es superior a toda expectativa». «Dios prefiere el defecto que lleva a la humillación antes que la corrección orgullosa».

La iglesia y el convento de los Capuchinos de Padua fotografiados antes de su destrucción durante el bombardeo aéreo del 14 de mayo de 1944
Creyendo firmemente en la eficacia de la gracia que el Señor mismo comunica mediante los sacramentos, el padre Leopoldo sólo en una cuestión fue irrevocable: la brevedad de la confesión. A veces, en los días que no iba mucha gente, se entretenía incluso media hora con alguien, o bien porque se interesaba por sus estudios o por su trabajo, o bien porque se detenía a hablar con los clérigos o las almas que lo solicitaban como guía espiritual. Pero la confesión, en cuanto tal, era siempre breve. Y los penitentes atestiguan su brevedad y sencillez. Escribe un monseñor de Padua: «La confesión con el padre Leopoldo era normalmente brevísima. Escuchaba, perdonaba, no decía muchas palabras, a menudo usaba el dialecto cuando hablaba con personas no muy instruidas, algún proverbio, una mirada al crucifijo, a veces un suspiro. Sabía que las confesiones que duran mucho menoscaban el dolor, y son, la mayor parte de las veces, satisfacción del amor propio. Por tanto, su modo de confesar se atenía a las indicaciones del catecismo de la doctrina cristiana». Escribe el padre en una carta dirigida a un sacerdote: «Perdóneme, padre, perdóneme si me permito… pero mire, nosotros, en el confesionario, no debemos hacer gala de cultura, no debemos hablar de cosas superiores a la capacidad de cada alma, ni debemos extendernos en explicaciones, porque si no, con nuestra imprudencia, estropeamos lo que el Señor va obrando en ellas. ¡Es Dios, únicamente Dios quien obra en las almas! Nosotros debemos desaparecer, limitarnos a ayudar esta divina intervención en los misteriosos caminos de la salvación y santificación». tres Gloria Patri. Poco daba a los laicos alejados de la vida de la Iglesia, y poco daba también a las almas que por su vocación tienen tantas oraciones que decir todos los días. Un día le dijo un sacerdote si podía satisfacer el deseo de una joven bondadosa de ponerse algún instrumento de penitencia. El buen padre respondió en seguida que no era un deseo que había que secundar. «Perdone, padre, usted no la conoce: no es un alma cualquiera, es un alma de oro, seria…». El padre Leopoldo con decisión se mantuvo en sus trece. El otro insistía. Entonces el prudente confesor le hizo esta pregunta: «Permítame, permítame: ¿lleva usted el cilicio?». «¡No!». «¿Entonces? Querido padre, acostumbremos a los penitentes a obedecer los mandamientos de Dios y a sus deberes. ¡Ya es bastante! ¡Y los hierros, fuera!».
El padre Leopoldo era también magnánimo con la absolución: no se la negaba a nadie. Y siempre se arrepintió de las pocas veces que lo hizo. Unos días antes de morir un sacerdote le preguntó: «Padre, ¿hay algo que le haya provocado mucha pena?». El padre respondió: «¡Oh! Sí… por desgracia sí. Cuando era joven, en los primeros años de sacerdocio, negué tres o cuatro veces la absolución».

Exterior de la celda-confesionario del padre Leopoldo que salió indemne del bombardeo que destruyó la iglesia de los Capuchinos de Padua en 1944
Todo el mundo le conocía por su bondad: «El padre Leopoldo, ¡oh bendito! Ese sí que es bueno. Es un santo», decía la gente. Así que en 1923, cuando sus superiores lo trasladaron a Fiume, para los paduanos fue un día de luto ciudadano. Tanto se empeñaron, y tanto insistieron que los superiores tuvieron que cambiar su decisión y devolverlo después de poco tiempo a Padua. También los jóvenes clérigos lo querían. En 1910, el año siguiente de su llegada a Padua, el padre Leopoldo fue nombrado director de los clérigos del seminario mayor de los Capuchinos. Pero muy pronto lo eximieron de este cargo. Narra un fraile: «Nutría mucho afecto por los seminaristas y se mostraba muy paternal con ellos y los animaba siempre exhortándoles en la esperanza. Nuestra regla era muy austera. A la una de la madrugada nos levantábamos para los maitines y en invierno, con el frío, costaba mucho… Y él pensaba en esos pobrecitos jóvenes… Recuerdo que más de una vez el padre Leopoldo iba a decirle al padre superior que anticipara el rezo de los maitines a la noche: “Superior, mire que está noche hará frío…”. “Pero padre, no estamos bajo cero”. “No, pero esta noche lo estaremos…”. “Dejémosles dormir”, decía al superior, “que descansen… yo lo haré por ellos”. Y se preocupaba de su salud, que comieran bien, que los superiores no les reprendieran por alguna falta durante la comida, como se acostumbraba a hacer». Escribe el entonces superior general de los Capuchinos: «Sabiendo lo mucho que le quería, tenía gran confianza en mí y a menudo me decía: “Padre provincial, si me permite, trate de no agravar la conciencia de los frailes, sobre todo de los jóvenes frailes, con prescripciones que no sean propiamente necesarias, porque, mire, luego las prescripciones de los superiores hay que observarlas. Si no son necesarias son un lazo para los débiles… Perdóneme, perdóneme…».
De la misericordia, del amor que cabía en el corazón del pequeño fraile, incluso para los que no lo merecían, es testimonio este doloroso hecho que concierne a un clérigo expulsado bruscamente del convento por haber cometido deliberadamente actos gravísimos. Lo refiere un sacerdote: «Al ir al convento me encontré con el padre Leopoldo que acaba de salir del hospital. Me llamó a su confesionario y me suplicó, en nombre de Dios, que acogiera a ese “pobrecito” y que le rogara al superior de la casa de tratarlo bien para salvar por lo menos su fe. Llorando me dijo varias veces: “¡Que se salve la fe, que se salve la fe!”. Luego, trabándosele la lengua por la emoción, siguió diciendo: “dígale, dígale a ese pobrecito que yo rezaré por él. Dígale que mañana en la santa misa me acordaré de él, mejor, dígale mejor que la celebraré para él y le bendeciré siempre. dígale que el padre Leopoldo le quiere siempre…». Me conmoví al ver un corazón tan repleto de caridad evangélica. Solamente las madres hallan expresiones tan vivas cuando un hijo degenerado se aleja de ellas». Pero a alguien esta bondad sin medida le pareció excesiva condescendencia y comenzó a arrugar el ceño.
«Señor, este mal ejemplo me lo habéis dado vos»
Comenzaron así las críticas por la largueza con la que trataba a los penitentes, incluso a los más reincidentes en la culpa, por la generosidad del perdón. Le reprochaban que era demasiado superficial y que llegaba incluso a conformarse con una acusación sumaria, por lo que le tachaban de relajamiento de los principios morales. A los clérigos se les desaconsejó abiertamente que se confesaran con él. Las críticas llegaron a oídos del pequeño fraile y un día le dijo un sacerdote: «Padre, usted es demasiado bueno… rendirá cuentas al Señor.… ¿No teme que Dios le pida que responda de su excesiva largueza?». El padre Leopoldo señalando el crucifijo respondió: «¡Él nos ha dado el ejemplo! No somos nosotros los que hemos muerto por las almas, sino Él quien ha derramado su sangre divina. Así que tenemos que tratar a las almas como Él nos ha enseñado con su ejemplo. ¿Por qué tenemos que humillar más a las almas que vienen a postrarse a nuestros pies? ¿No están ya bastante humilladas? ¿Acaso humilló Jesús al publicano, la adultera, la Magdalena?». Y abriendo los brazos añadió: «Y si el Señor me reprochase mi demasiada largueza le podría decir: “Señor, este mal ejemplo me lo habéis dado vos, muriendo en la cruz por las almas, impulsado por vuestra divina caridad”».
«Me dicen que soy demasiado bueno», le escribe a un sacerdote amigo suyo, «pero si alguien viene a arrodillarse delante de mí, ¿no es prueba suficiente de que quiere recibir el perdón de Dios?».
Pronto se acallaron las críticas. El entonces canónigo lectoral de Padua, monseñor Guido Bellincini, envió inmediatamente una carta al convento del padre Leopoldo: «Gran generosidad de corazón es la vuestra, queridísimo padre, y no relajación de principios morales, sino comprensión de la fragilidad humana y confianza en los inagotables tesoros de la gracia: que no es condescendencia o indiferencia ante las culpas, sino longanimidad concedida al pecador, para que no pierda la esperanza en sus posibilidades de recuperación y se reafirme en sus buenos propósitos. Demos gracias a Dios porque hace las cosas bien: ha querido que fuera confesor y juez un simple hombre y no un Ángel del cielo. ¡Ay de nosotros si el confesor fuera un Ángel: qué riguroso y terrible sería! El hombre, en cambio, comprende al hombre, y los sacramentos son para los hombres».
En mayo del 35 el padre Leopoldo celebró sus cincuenta años de vida religiosa. Es inútil decir que recibió muchas manifestaciones de afecto en ese día. Nunca se hubiera imaginado que le iban a tratar así, él, que era la personificación de la discreción. ¡Honor sequitur fugientes! Nunca, en efecto, ni durante su vida ni después de su muerte, suscitó su fama de santidad en torno a su figura publicidad ruidosa o fanatismo. Los dones extraordinarios y las grandes obras que por medio de él el Señor se dignó realizar, sucedían en silencio, sin que casi nadie se diera cuenta. Y lo demuestra que muchos de sus hermanos de hábito, como dijeron durante el proceso, se dieron cuenta solamente después de su muerte: «Yo mismo no lo hubiera pensado nunca, porque durante su vida no me parecía nada extraordinario. El padre Leopoldo era un fraile ejemplar, pero nada más».
Por este «nada más», muchos obtuvieron de él, incluso cuando vivía, gracias y milagros, muchos “peces gordos”, el arrepentimiento hasta el don de las lágrimas, mucha gente anónima cruzó la puertecita de su confesionario… Muchos recordarán durante toda la vida su abrazo, su mirada… Y él todo lo confiaba a María, a la que todo le ha sido perdonado con antelación. ¿Cuántas horas de la noche pasó rezando por esas almas? ¿Cuántas veces el padre guardián lo encontró antes del alba arrodillado en la penumbra de la capilla ante la estatua de la Virgen? Con ella tenía gestos de ternura infantil y la besaba e imploraba llorando como un niño.
En los últimos años, enfermo de cáncer de esófago, las oraciones a su «querida Señora celestial» rebosan de conmovedora ternura: «Tengo necesidad extrema», escribe a un amigo, «que Ella, mi dulcísima Madre celestial se digne tener piedad de mí. Que su corazón de madre se digne mirar a este pobre; se digne tener piedad de mí». Y a sus confidentes les pedía que rezaran a la Virgen para que el sufrimiento que le causaba la enfermedad no le impidiera atender a las confesiones: «Y suplíquela», pedía, «suplique a su corazón de madre que pueda servir hasta el final y humildemente a Cristo Señor según la naturaleza de mi ministerio… Todo, todo por la salvación de las almas… Todo por la gloria de Dios».
La madrugada del 30 de julio quiso celebrar misa, pero a causa de su debilidad lo volvieron a meter en la cama. Sintiendo que las fuerzas lo abandonaban les pidió a sus hermanos que entonaran la Salve Regina. Al llegar a los versos finales se incorporó con los ojos llenos de lágrimas… Dulcis Virgo Maria, oh dulce Virgen María. Fue su último aliento. La noche anterior había confesado a cincuenta personas. La última, a
medianoche.
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