Hacia finales del siglo IV el Imperio Romano, sobre todo gracias a la obra de los emperadores Constantino y Teodosio se convierte al cristianismo. El Imperio se convirtió, así, tanto en Occidente como en Oriente en la estructura política que asumió la defensa de la Iglesia: el mundo cristiano pasaba a tener dos cabezas, una temporal y otra espiritual, cada una en su ámbito -aunque tantas veces en la historia reconocer esta distinción se hizo muy complicado-.
Desarticulado el Imperio en Occidente, y fragmentado en varios Reinos germánicos, la herencia de la antigua Roma fue tomada por los francos: primero por Clodoveo, en el siglo V, y luego por Carlomagno, quien en el año 800 restaura en Occidente la dignidad imperial.
Mientras los reyes francos consolidaban la estructura política de la Europa cristiana, los monjes llegaban la fe a las tribus paganas que habitaban más allá del Rin. La acción misionera vino del norte, de las Islas Británicas, donde un siglo antes habían estado evangelizando los monjes enviados por el gran Gregorio I, sobre todo San Agustín de Canterbury. Justamente al mundo germánico ya cristianizado iba a pasar la corona imperial en el siglo IX.
Durante los siglos IX y X la Europa cristiana sufrió las invasiones de sarracenos, normandos, magiares y eslavos. Finalmente, el cristianismo triunfaría en el Occidente de Europa hacia el año 1000: normandos, húngaros y eslavos terminarían abrazando la Fe. Pero quedaba la amenaza permanente del Islam.
“La sociedad cristiana había entrado gradualmente en un período estático -pero estático quiere decir estable-. Se había transformado en una cosa organizada cuyas reglas de vida constituían un sólido andamiaje que habría de conservar el carácter y la forma de todo el conjunto a través de la futura expansión del conocimiento y de la energía.
Debido a esa estabilidad y al conjunto de costumbres tradicionales consagradas en el espíritu de todos los hombres, pero sobre todo debido a la religión universalmente aceptada, con su liturgia omnipresente y su filosofía que explicaba la caída espiritual del hombre, la de su beatitud y la de su relación con lo Divino: debido a esas cosas, a fines de la Edad Media y a pesar de todo, el alma de Europa tenía un soporte fijo.” (HILAIRE BELLOC, La crisis de nuestra civilización. Editorial Sudamericana. Buenos Aires. 1945, p. 114)
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