FRANCISCO, ENAMORADO DEL DIVINO CRUCIFICADO

"Acercándose, por fin, el momento de su tránsito, hizo llamar a su presencia a todos los hermanos que estaban en el lugar y, tratando de suavizar con palabras de consuelo el dolor que pudieran sentir ante su muerte, los exhortó con paterno afecto al amor de Dios. Después se prolongó, hablándoles acerca de la guarda de la paciencia, de la pobreza y de la fidelidad a la santa Iglesia romana, insistiéndoles en anteponer la observancia del santo Evangelio a todas las otras normas.
   Sentados a su alrededor todos los hermanos, extendió sobre ellos las manos, poniendo los brazos en forma de cruz por el amor que siempre profesó a esta señal, y, en virtud y en nombre del Crucificado, bendijo a todos los hermanos tanto presentes como ausentes. Añadió después: 'Estad firmes, hijos todos, en el temor de Dios y permaneced siempre en él. Y como ha de sobrevenir la prueba y se acerca ya la tribulación, felices aquellos que perseveraren en la obra comenzada. En cuanto a mí, yo me voy a mi Dios, a cuya gracia os dejo encomendados a todos'.
   Concluida esta suave exhortación, mandó el varón muy querido de Dios se le trajera el libro de los evangelios y suplicó le fuera leído aquel pasaje del evangelio de San Juan que comienza así: Antes de la fiesta de Pascua (Jn 13,1). Después de esto entonó él, como pudo, este salmo: A voz en grito clamo al Señor, a voz en grito suplico al Señor, y lo recitó hasta el fin, diciendo: Los justos me están aguardando hasta que me des la recompensa (Sal 141).
    Cumplidos, por fin, en Francisco todos los misterios, liberada su alma santísima de las ataduras de la carne y sumergida en el abismo de la divina claridad, se durmió en el Señor este varón bienaventurado (126).
   Uno de sus hermanos y discípulos [Jacobo de Asís] vio cómo aquella dichosa alma subía derecha al cielo en forma de una estrella muy refulgente, transportada por una blanca nubecilla sobre muchas aguas. Brillaba extraordinariamente, con la blancura de una sublime santidad, y aparecía colmada a raudales de sabiduría y gracia celestiales, por las que mereció el santo varón penetrar en la región de la luz y de la paz, donde descansa eternamente con Cristo.
   Asimismo, el hermano Agustín, ministro a la sazón de los hermanos en la Tierra de Labor, varón santo y justo -que se encontraba a punto de morir y hacía ya tiempo que había perdido el habla-, de pronto exclamó ante los hermanos que le oían: «¡Espérame, Padre, espérame, que ya voy contigo!» Pasmados los hermanos, le preguntaron con quién hablaba de forma tan animada; y él contestó: 'Pero ¿no veis a nuestro padre Francisco que se dirige al cielo?' Y al momento aquella santa alma, saliendo de la carne, siguió al Padre santísimo.
   El obispo de Asís había ido por aquel tiempo en peregrinación al santuario de San Miguel, situado en el monte Gargano. Estando allí, se le apareció el bienaventurado Francisco la noche misma de su tránsito y le dijo: 'Mira, dejo el mundo y me voy al cielo'. Al levantarse a la mañana siguiente, el obispo refirió a los compañeros la visión que había tenido de noche, y vuelto a Asís comprobó con toda certeza, tras una cuidadosa investigación, que a la misma hora en que se le presentó la visión había volado de este mundo el bienaventurado Padre.
   Las alondras, amantes de la luz y enemigas de las tinieblas crepusculares, a la hora misma del tránsito del santo varón, cuando al crepúsculo ¡ba a seguirle ya la noche, llegaron en una gran bandada por encima del techo de la casa y, revoloteando largo rato con insólita manifestación de alegría, rendían un testimonio tan jubiloso como evidente de la gloria del Santo, que tantas veces las había solido invitar al canto de las alabanzas divinas." (SAN BUENAVENTURA, Leyenda Mayor de San Francisco)


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