MONSEÑOR MANUEL GONZÁLEZ, UN APÓSTOL DE LA EUCARISTÍA

   Si repasamos la Historia Sagrada desde la creación del Hombre veremos que  ésta no es más que una sucesión de pecados e infidelidades al Creador. Sin embargo, el Amor de Dios es infinitamente más grande que todo ese amasijo de pecados producidos a lo largo de la Historia. La Creación, la Promesa de Redención después del Pecado del Hombre, la salvación que obró por medio de Noé rescatando a ese “resto” de en medio de una Humanidad Pecadora, la llamada a Abraham –y la consiguiente promesa de la “bendición” para todas las naciones de la Tierra-, los prodigios obrados por medio de Moisés en favor de su pueblo, la entronización de David como Rey en Jerusalén –arquetipo del futuro Mesías-, los Profetas llamando al pueblo a conversión…Hasta llegar al momento culminante, la Plenitud de la Historia, cuando el “Verbo se hace carne”. 
    El punto de máxima concentración del Pecado y de la Gracia es el Sacrificio de Cristo en la Cruz.  Dice al respecto Donoso Cortés: “El Señor sube a la Cruz...¿Qué significa esa gran catástrofe? Significa dos cosas: significa el triunfo natural del mal sobre el bien, y el triunfo sobrenatural de Dios sobre el mal, por medio de una acción directa, personal y soberana”. Dicho Sacrificio fue anticipado por el Señor en la Última Cena. Este acontecimiento es actualizado misteriosamente en cada Santa Misa. “La Eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo".
   La Eucaristía fue el centro cultual de la Iglesia Primitiva. Leemos en los Hechos de los Apóstoles cómo los primeros cristianos “perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan, y en las oraciones.” (Hech. 2,42). A su vez, San Pablo exhortaba a los cristianos de Corinto a acercarse dignamente a la mesa eucarística: “Examínese, pues, el hombre, y entonces coma del pan y beba del cáliz. Porque quien come y bebe sin discernimiento el cuerpo, come y bebe su propia condenación” (I Cor. 11, 28-29).  
     Muchos se han ocupado de estudiar la Historia del Santo Sacrificio de la Misa, de su impacto social, de la evolución en la forma de celebrar el sacrificio. El paso de los años y de los siglos permitió a los cristianos penetrar y profundizar en las Riquezas contenidas en tan gran Acción Litúrgica. Al punto de llegar a hacer permanente la presencia del Misterio de la Cruz a través de la Reserva y la Adoración Eucarística. El cristiano puesto delante de la Eucaristía, contempla el Misterio de su Redención, obrada por Cristo Muerto y Resucitado, y presente verdaderamente en el Santísimo Sacramento. En este contexto merece una mención especial aquel infatigable apóstol de las “Sagrarios abandonados”: el Obispo español Monseñor Manuel González. 

     San Manuel González García nació en Sevilla el 25 de febrero de 1877 en el seno de una familia sencilla y religiosa. Ingresó en el Colegio San Miguel, donde estaban los niños del coro de la Catedral de Sevilla. Antes de los diez años pasó a formar parte de los Seises, un conocido grupo de niños que bailan delante del Santísimo de la Catedral de Sevilla en la Octava del Corpus Christi y en la Octava de la Inmaculada Concepción.
    Fue ordenado sacerdote en 1901. En 1902 acude al pueblo de Palomares del Río, cerca de Sevilla, en misión. Allí se siente abrumado ante las dificultades y queda impresionado por la soledad de Jesús en el Sagrario. Él mismo narra:

“Fuime derecho al Sagrario… y ¡qué Sagrario, Dios mío! ¡Qué esfuerzos tuvieron que hacer allí mi fe y mi valor para no salir corriendo para mi casa! Pero no huí. Allí de rodillas… mi fe veía a un Jesús tan callado, tan paciente, tan bueno, que me miraba… que me decía mucho y me pedía más, una mirada en la que se reflejaba todo lo triste del Evangelio… La mirada de Jesucristo en esos Sagrarios es una mirada que se clava en el alma y no se olvida nunca. Vino a ser para mí como punto de partida para ver, entender y sentir todo mi ministerio sacerdotal”.

   Esta experiencia marcó su vida sacerdotal, que se centró en la difusión de la piedad eucarística.

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